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jueves, 25 de octubre de 2007

UN VIRTUOSO EMINENTE



Por Gerardo Delgado Silva

Para quienes a través de la distancia y del tiempo, conservamos viva la llama del amor a la patria, hoy tan surcada de abominaciones, se torna fascinante la genial interpretación de nuestros aires en el tiple de Jairo Arenas Ribero. Con su serenidad grave y melancólica, ha consagrado parte de su vida a expresar lo insondable, lo conmovedor, lo consubstancialmente espiritual y eterno de la patria misma.

Ha recogido en su Disco Compacto, diversos aires nacionales, que con su ejecución alucinante estremece en el fondo las almas, en arrolladores torrentes de belleza.

Su interpretación, penetra en el sentido de la obra, en su carácter, se desenvuelve fácilmente en ondas suaves de ritmo, como el pleamar de las mareas; sube y baja por medios tonos de gradación delicada, y se extingue luego sin estrépito como las olas en las playas de arena.

Su ejecución descansa principalmente en el ritmo y de él en el valor absoluto de la duración de las notas. Siempre traduciendo la obra por el certero impulso de su intuición inspirada.

El disco compacto es un momento musical de aquellos que se oyen con los ojos cerrados, sin palabras, pero con un desfile de visiones de sombras veneradas, de recuerdos románticos, de compases distantes, que evocan los momentos de mayor ternura en nuestra vida. Reviviscencias que prolongan los días de niñez y juventud a través de los tiempos y el espacio, impregnadas de nostalgia, pero con la concordia dichosa del espíritu, con la armonía suprema, pensamiento fundamental de los griegos.

Este eximio concertista, pone un toque de elevación en nuestras almas y permite un remanso que nos sustrae del turbión de los hechos, de las pasiones, de los conflictos, de las obcecaciones, de las corrientes de irracionalidad de nuestra querida Colombia. La ejecución pura y generosa de Jairo, es una escena que identifica emocionalmente a las almas sensibles, cumpliendo así con una función dignificante de la patria.

Es el tiple un instrumento descendiente de la guitarra, que por sus transformaciones de carácter nacional puede definirse como el instrumento típico colombiano por antonomasia.
Y como nuestra música sabe el lenguaje del misterio del amor, el maestro José Alejandro Morales, nos dice: “Tiplecito, viejo tiplecito,/ que cuelgas de un clavo como un redentor/. En tus cuerdas tensas hay notas de olvido;/ se oyó muchas veces cantarle a la vida, cantarle al amor/. Eres viejo tiple cofre de ilusión/, que guardas recuerdos de un tiempo mejor”.

En esta atmósfera espiritual, Milan Kundera expresa, en “La Insoportable Levedad del Ser”, que: “…La música es el arte que más se aproxima a la belleza dionisíaca entendida como embriaguez…”. Y como entonando un canto de esperanza a la vida, Nietzsche, reflexivamente nos dice: “El verdadero mundo es música. La música es lo monstruoso…”, dando a entender con ello, lo inmenso, lo informe, lo estremecedor, lo que desborda la realidad, una revelación anticipada de la eternidad.

Toda esta magia, la hace explícita Jairo Arenas Ribero, en sus interpretaciones, agregando muchas ramas a los laureles ya conquistados.
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miércoles, 1 de agosto de 2007

AGAZAPADO AUTORITARISMO



Por: Gerardo Delgado Silva

En las repúblicas democráticas, que como la nuestra, son Estados sociales de derecho, el principio de autoridad reside en la Ley de leyes que es la Constitución y no en los individuos encargados de cumplirla y de hacerla cumplir. Eso excluye la “razón de Estado”, expresión empleada por Maquiavelo para justificar la voluntad arbitraria de los monarcas.

Los principios constitucionales, son, ante todo, controles éticos dentro de los cuales debe encausarse la vida del derecho, prácticamente deferida a las ramas del poder público, separadas tanto en la antigüedad, como en el siglo XVIII, por el mismo motivo político: establecer un gobierno moderado, y evitar regímenes autoritarios. “El poder detiene al poder”, decía Montesquieu.

El ámbito institucional, dentro del cual se ejerce válidamente el poder público sobre las personas y las cosas, se llama jurisdicción. Por ello, los actos de los jueces tienen toda la fuerza de la ley que aplican, poseen “imperium”, y no están sometidos o subordinados a las otras ramas del poder. Y es que la justicia es un valor superior, de ahí que San Ambrosio la considerara como “fecunda generadora de las otras virtudes” y John Rawls, expresara que “la justicia es la primera virtud de las instituciones sociales como la verdad lo es de los sistemas del pensamiento”.

Por lo tanto, es indispensable la independencia de los jueces, para que “estén al abrigo de presiones indebidas…”, como dice Vladimiro Naranjo Mesa. En puridad de verdad, esa independencia propende por una impecable administración de justicia, que garantiza la permanencia del Estado de derecho, con el imperativo de amparar los derechos fundamentales.

El día en que los poderes no estén separados, no tendremos un Estado social y democrático de derecho, sino una estructura autoritaria, sin romper las apariencias constitucionales. En tal sentido la Declaración de los Derechos del hombre afirma: “Toda sociedad en la cual la garantía de los derechos no esté asegurada ni la separación de los poderes determinada, no tiene Constitución”.

Hemos asistido estupefactos a la actuación inadmisible del Presidente Uribe, que trata de distorsionar la tipificación del delito de sedición, afrentando a la Corte Suprema de Justicia, que en el curso tortuoso de los acontecimientos aberrantes del país, ha erguido valerosamente la majestad que le corresponde, el camino hacia la luz de la verdad, “una pedagogía de la esperanza”, como dice Freire.

Lo que hizo el Presidente ¡es la atroz secuela de querer tener justicia y de no honrarla!.

No hay una letra en la Carta Fundamental que autorice al Presidente de la República para descalificar las decisiones de los jueces y menos el inaudito vejamen contra la Corte Suprema de Justicia, refiriéndose al fallo que no concedió la tipificación de sediciosos a los paramilitares, como un “sesgo ideológico”. Fallo en el cual la Corte, no eludió los principios de legalidad, nacionales e internacionales.

Y bien. Para configurar los delitos políticos, se requieren dos requisitos esenciales: primero, que el bien atacado sea el Régimen Constitucional y Legal, y segundo, que el móvil de los delincuentes, sea el de buscar el mejoramiento en la dirección de los intereses públicos. Aquí, reside su dolo específico. La ausencia de uno de esos dos requisitos indispensables, hace que el delito no exista o degenere en otro.

Entonces, asimilar a delito político, el concierto para delinquir, es una posición indoctrinaria, un absurdo, y es regla hermenéutica que la interpretación de la ley jamás debe conducir al absurdo.

Sería tanto, como el acomodamiento torticero de la ley penal, a los intereses de los paramilitares, constituyendo el último eslabón en la ya larga cadena de depredaciones que identifican su estilo y modo de vida.

Se infiere el empeño de abolir la extradición, por medio de un acto del Congreso. Pero los principios que regulan las relaciones internacionales no se pueden reformar, sino por convenio de las partes o por denuncia, de acuerdo con el Derecho Internacional Público.

La Corte Suprema de Justicia, merece todo el respeto y apoyo de la nación. La historia ha demostrado que la peor desgracia que se puede cernir sobre un pueblo, es vejar a su justicia, interferirla; esta justicia confiada por la Constitución a los más ilustres ciudadanos de la patria, por ser la más altísima y noble misión.
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martes, 3 de julio de 2007

ATROCIDAD SIN LÍMITE




Por: Gerardo Delgado Silva.

El crimen ignominioso llevado a cabo presuntamente por las FARC, en enfrentamiento con mercenarios, según el Nuevo Herald, contra once seres humanos, respetables por el hecho mismo de serlo, es una tragedia no sólo para las familias de los diputados, sino para la Nación que estará conmovida por generaciones.

Este turbión de hechos ominosos, es como si las fuerzas del mal, hubiesen conquistado el predominio sobre las del bien, sin llamar así a las unas y a las otras con un criterio maniqueísta, sino impresionados por las latencias de su realidad. Se sepultan muchos de los valores construidos a lo largo de los siglos, que rodean a nuestra civilización.

Cuando nació nuestro país, se vivieron masacres del diablo, en nombre de Dios. Conflictos desatados en la conquista española y luego un rosario de atrocidades que siguieron y no acaban, como una parábola sin tiempo, expresión dialéctica del rencor de Caín, con componentes políticos socioeconómicos y narcoterroristas. Dramático testimonio de nuestra sociedad enferma, para la cual no “cesó la horrible noche”, como reza el himno. Este paisaje patrio con una moral en ruinas, permite que legiones de monstruos en todos los rincones yergan su espanto dispuestos a controlar el Estado.

Empero, los hechos atroces de ahora, son repudiables e incondicionalmente condenables, sin que pueda servir de atenuante, la falta de piedad, la indiferencia y los oídos sordos del Presidente a los clamores de los secuestrados, de sus familiares y del país, a favor del convenio humanitario; pasando por alto los Protocolos de Ginebra.

La solución militar de los problemas de la violencia prevalece sobre la solución política. Días antes de conocerse el holocausto de los diputados, el Presidente desbordado dijo: “General, no apague esos aviones, rellénelos de gasolina sin apagarlos y bombardee a esos bandidos”; los resultados eran fáciles de adivinar. Resulta ajena y olvidada la suerte de los cientos de secuestrados, porque los derechos humanos en nuestra patria sólo han sido una retórica, un discurso para legitimar el poder, sin la más mínima consideración y protección en la práctica, de los derechos fundamentales, entre ellos la vida y la libertad que deben ser interpretados en los conflictos a la luz de los instrumentos públicos internacionales ratificados por Colombia.

Aún con las bocas calladas en medio del estupor y la indeleble tristeza, multitudinarias almas le hacen coro a ese motivo valioso del convenio humanitario, enaltecedor de la especie humana.

Sin embargo, el Presidente parece más preocupado por ajustar cuentas que por contribuir al acuerdo, que significa paz y justicia. Porque como escribió Rousseau: “El mas fuerte nunca es lo bastante fuerte como para ser siempre el amo, a menos que transforme la fuerza en derecho y la obediencia en deber”.

La ira, la desmesura y la arrogancia nacen de la ambición de poder, “la razón de Estado”, como le ocurrió a Tántalo que se creyó más sabio que los dioses. Pero el poder, no es el fin del Estado, como no me canso de repetir sino la persona, su dignidad, por lo cual la Constitución Política, exige un respeto y protección a la vida como un valor supremo, un auténtico imperativo para el Estado Social de Derecho. Así lo reconocen todas las Constituciones de la desoladora posguerra europea, pues se había violado el derecho a la vida masivamente, con la tenebrosa pérdida de 50 millones de seres humanos.

Ha llegado la hora de reconocer que el acuerdo humanitario no es una actitud de debilidad gubernamental, y que la única salida a esta guerra endémica, es una solución negociada en sintonía con la comunidad internacional y la civilidad.

Israel, ha intercambiado sus soldados por palestinos retenidos en muchas ocasiones, y el mundo recuerda que por un solo soldado, en 1979, liberó a 76 palestinos.

Hace 105 años liberales y conservadores pusieron fin a la terrible guerra sectaria, de heroísmo inútil llamada “de los mil días”, después de suscribir tres tratados.

Es imposible que esta guerra, en el suelo que pisaron nuestros antepasados, se resuelva con más guerra, en tanto que se desatiendan las raíces remotas del conflicto, sin que se rompan los lazos que atan a muchos colombianos al odio y a la venganza en fanática expresión. Tolstoi, basado en los evangelios, expresó: “El fuego no se apaga con el fuego”.

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