Llegamos a la primera vuelta de la elección presidencial en circunstancias que el país no había experimentado en décadas pasadas. No solamente nos vimos afectados por una pandemia de letales características que ningún colombiano había conocido a lo largo de su vida, sino que también se exacerbaron viejos males que terminaron agotando la paciencia y las esperanzas de los compatriotas. Corrupción, pobreza e inseguridad se convirtieron en cánceres invasivos y alimentaron sentimientos de rabia y frustración que hoy trastornan la vida de todos.
Las terapias han resultado insuficientes y alimentan más la virulencia que la disposición a concertar que permita enderezar esfuerzos y faciliten nuevos caminos y alcanzar metas esperadas y posibles. No basta hoy con constatar que la América Latina y Colombia lograron, en lo corrido del siglo XXI, la mayor reducción de pobreza y desigualdad, sin reparar en el incremento de la corrupción y de la inseguridad que desalientan todo esfuerzo y destrozan la confianza ciudadana. No fueron suficientes la duplicación de la clase media, ni la reducción de la desigualdad, porque se vieron constreñidas y desalentadas por la descomposición moral de la política, de la justicia y de la administración, y por la impunidad y frustración que naturalmente ella genera. La paz sigue siendo esquiva, atormentada por la perseverancia de viejos grupos subversivos y de crecientes carteles y organizaciones narcotraficantes con dominio territorial, que la incapacidad del Estado les dispensa. Así, la inseguridad cunde por toda la geografía nacional y se ensaña con macabro énfasis en los más desvalidos.
Nadie entonces puede extrañarse de que la aspiración al cambio sea el anhelo que convoque al ciudadano y haya afectado la credibilidad y confianza de los colombianos en la capacidad de los estamentos institucionales para alentarlo y concretarlo. Asoma el peligro de que transitemos hacia la búsqueda frenética de soluciones que socaven los pilares de la democracia. Los ejemplos de Venezuela, Perú y Chile deberían servir de advertencia de los riesgos que se confrontan y que auspician soluciones inocuas que socaven las libertades y promuevan el populismo autocrático del que difícilmente se regresa, e imponen la carga de inmensos costos sociales, políticos y económicos, cuya mitigación condena a varias generaciones. Todo parece indicar que el prometido cambio este domingo se condensa en la escogencia entre tres opciones: la del candidato de la izquierda paleolítica, que pretende hacer de la tierra arrasada el germen de una nueva sociedad; la del optimista reformador, obligado a aconductar los cómplices del desastre; y la del bravío capitán, compelido a innovar, en búsqueda de necesaria ayuda, para cuya convocatoria y éxito solo por ahora dispone de la linterna de Diógenes. El primero cuenta con las hordas necesarias para su cometido, propias o reclutadas con el ofrecimiento de perdón social; el segundo, confía en el poder didáctico que despliega, y el tercero en el halo asombroso que despierta. Cualquiera que sea el incierto desenlace, la suerte está echada para en la segunda vuelta preservar democracia y libertades. Si el registrador lo permite.
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