Mario González Vargas
El mensaje del domingo fue
contundente y no da espacio para interpretaciones acomodaticias. Los
colombianos están hastiados de una clase política cada vez más mediocre, pero
simultáneamente más voraz, que ha logrado degradar el sistema político hasta
convertirlo en un remedo de democracia. Consumida en el frenético reparto de
prebendas y privilegios, no reparó en la creciente deslegitimación de las
instituciones, ni percibió las señales del desapego e inconformidad de los
ciudadanos, ni se enteró del empobrecimiento de vastos sectores de la
población. Vanas fueron las advertencias de los que alzaron su voz, sujetos a
toda clase de estigmatizaciones. Hoy, nadie puede extrañarse por el afán de cambio
que anima a los colombianos y que exige respuesta inmediata y creíble, que nos
devuelva confianza y esperanza en nuestro futuro.
Los dos candidatos triunfantes
en la primera vuelta se presentan naturalmente como los arquitectos del cambio,
distantes entre sí, no solamente por sus historias de vida, sino también por
los arquetipos que caracterizan sus visiones para una sociedad libre de
ataduras pasadas y expectante de nuevos pilares del cambio prometido. Petro se
formó en el evangelio de la lucha de clases, en los manuales de la dictadura
del proletariado y del centralismo burocrático que legitimaron la combinación
de todas las formas de lucha, y que hoy presenta preñada de futuro, sin reparar
en la carga sistemática de esperanzas fallidas a lo largo del siglo pasado y de
lo que va corrido del presente. Es el adalid del Estado proveedor de todos los
bienes y servicios, administrador de sueños incumplibles, pero también rector
vigilante de toda actividad del ciudadano, compelido al silencioso
obedecimiento a riesgo de perder hasta la vida, lo que explica su sinuosa
retórica en la que aflora la sospecha del engaño. En este siglo, la aceptación
de semejante servidumbre debe más a la ignorancia que al halo promisorio que
pretende toda utopía por incierta que sea. Prohíbe hasta los ensueños y la
esperanza que constituyen los nutrientes indispensables de la vida.
Rodolfo se forjó en la dura
disciplina del esfuerzo que le permitió superar cada uno de los obstáculos que
las rigideces de todas las épocas sembraron en su camino. Se dotó de una
voluntad inquebrantable y de un espíritu luchador que le permitieron elevarse a
la cima de una sociedad que hoy reclama por ejemplos como el suyo, para
transitar por iguales senderos y hacer cierta y real la promesa de un país de
oportunidades, accesible a todos los que se hallen dispuestos a construirlo y
resguardarlo. Ello explica su vertiginoso ascenso en la consideración de los
colombianos que perciben las potencialidades de su patria, la riqueza de su
diversidad y de sus culturas, los dones que le prodiga su exuberante naturaleza
y las promesas que ofrece una democracia renovada y conducida por quien conoce
mejor que nadie como alcanzar los premios que el esfuerzo permite en una
sociedad que sepa ofrecer las mismas herramientas a todos sus miembros.
Si se trata de cambio, Rodolfo
lo encarna mejor que nadie. Confirmémoslo el 19 de junio.
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