Al cumplirse dos años de gobierno el examen de sus logros no podía ser más desalentador e interpela las deficiencias de los actores de una democracia que carece de unidad para enfrentar sus consecuencias. Ambos emulan en improvisaciones que comparadas siempre favorecen paradójicamente al que tiene la obligación de hacer y de cumplir con la agenda de cambio que cosechó las mayorías confiadas en su aparente pericia y capacidad de ejecución. El acuerdo nacional evocado desde el discurso de posesión del presidente reaparece en cada oportunidad en las que el gobierno es sujeto de críticas por su inoperancia, su improvisación y su incapacidad para determinar los contenidos de su inveterada propuesta. Se ha constituido así en una especie de tabla de salvación de su propia ineptitud y de su constante inclinación por dejar franquear las fronteras éticas que no ha sido capaz de identificar.
En la celebración patria del 7 de agosto el presidente recurrió afanoso al mismo expediente, pero acotándolo a cuatro temas específicos: reformas a la salud y a los servicios públicos, implementación del acuerdo de paz y lucha contra la corrupción, sin abordar propuestas distintas a las que han naufragado en las anteriores convocatorias y que sean susceptibles de convocar el interés del país en un nuevo ciclo de búsquedas de consensos que comprometan a la mayoría de los ciudadanos. La errática conducta del gobierno en los anteriores llamados a acuerdos ha sembrado legitima desconfianza en los partidos y movimientos independientes y de oposición que los identifican como un discurso de ocasión que no altera las realidades que circundan a la política nacional. El propio discurso de manutención de su electorado más radical confirma la continuidad de una conducta discriminatoria y descalificadora de sus críticos que acrecienta la desconfianza en la sinceridad del gobierno de atemperar sus ímpetus ideológicos que lo alejan y sustraen de acuerdos cuando se tiene la mira puesta en las elecciones del 2026.
La conformación del nuevo gabinete ratifica la polarización que viene afectando el ejercicio de las tareas de gobierno y sus relaciones con los partidos, organizaciones políticas, gremios y entidades del sector productivo, y contribuyen a extender distancias con el gobierno, generar incertidumbres y hasta desconfianzas que terminan por minar los espacios de concertación para enfrentar retos que deberían ser identificados como comunes por los diferentes actores de la vida nacional. Prevalece la sospecha de que todo llamado a la concertación nacional hace parte de un discurso para impactar momentáneamente la polarización y no una búsqueda de consensos que, aunque mínimos, puedan abrir nuevos espacios de entendimiento que respondan al interés nacional. La prueba más evidente fue la de dinamitar el consenso en la reforma educativa que le costó la cabeza a la sensata e inteligente ministra de educación.
El país vive momentos críticos de inseguridad y corrupción que parecen extenderse sin límites por toda la geografía nacional y amenazan anidarse en todas las actividades ciudadanas, en el ejercicio del poder y en la acción cotidiana de los ciudadanos. Combatirlas debe convocar a la nación y unir los esfuerzos de todos para que no terminen gobernando nuestros destinos. La radiografía de una patria exhausta ante los males que la aquejan debería erigirse en insustituible y poderoso acuerdo nacional para asegurar el futuro de la nación. Los demás asuntos habrán de dirimirse en contiendas propias de las democracias que debemos fortalecer para entronizar la concordia en la vida nacional.
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