Trafugario
Por: José Óscar Fajardo
El viernes como
a eso de las ocho de la mañana que yo me
dirigía hacia el centro de Barbosa por la carrera novena, frente a la Clínica
Barbosa, vi un caso curioso. Una pareja de esposos, se supone, bastante
jóvenes, era evidente, estaban esperando a que su mascota, un perrito bien
cuidado con peluqueada de moda y chupa de boda como dijera don Rafa Pombo,
hiciera popó de una manera sosegada y tranquila. Una vez terminado el biológico
e inaplazable evento, la muchacha, muy pulcra ella, con un trozo de papel
higiénico tomó los dos cilindritos de caca y los depositó en una bolsa plástica
que estaba sosteniendo el muchacho. Yo los miré y ellos me sonrieron
fraternalmente. No pude hacer otra cosa que felicitarlos. Esa es una actitud de
personas respetables y decentes, les dije. Ustedes dirán, y este porque hace
tanta alharaca por una corriente defecada de un can sin ningún embutido de
perro norteamericano. Pues es que ahí es donde está precisamente el misterio
del asunto. Que Barbosa, El Manicomio más grande del mundo, según mis
apreciaciones sociológicas, es uno de los municipios de Santander que más tiene
perros callejeros. Y eso qué tiene qué ver, me preguntarán. Cómo que qué tiene
qué ver, les respondo ipsofacto. Pues que Barbosa es, de pronto, el pueblo que
más atesora en sus hermosas calles excrementos de perro de todas las razas y de
todas las clases sociales.
Claro porque hay
perros burgueses, de refinada procedencia, y perros proletarios o callejeros,
sin esperanza ninguna. Como ustedes pueden ver y lo saben con exactitud, es que
de todas maneras, sea cualquiera la clase social de la que provenga el perro,
los excrementos son igualmente repugnantes, lo mismo que la de los seres
humanos. Pero lo verraco es que las señoras semi-pequeño-burguesas de la
sociedad manicomiana, sacan sus perros a hacer popó en las calles y demás
lugares públicos o sociolugares, como si el municipio fuera la vulgar cueva de
Rolando, razón por la cual los transeúntes tienen que transitar las vías
prácticamente bailando tango o mapalé para no untarse los zapatos de tan odiosa
basura animal. Por eso ve usted frente a
los bancos, las cafeterías, heladerías, panaderías, sitios de diversión y hasta
las clínicas y el hospital, restos de excrementos que, así sean en menor
cantidad, producen la peor imagen de una ciudad y a la vez generan hedores
nauseabundos. Pero de qué sirve matarse
la cabeza si para este tipo de problemas no hay ley. Mejor dicho, no se puede
meter a la cárcel al propietario de un perro cagón. La única alternativa que
queda es castigarlo socialmente haciéndolo ver como un ignorante de la cultura
ciudadana. Como un vulgar pelafustán.
Hacerle ver, sin
que se dé cuenta porque se corre el riesgo que saque el cuchillo y lo despedace
a puñaladas, que eso está pésimamente mal hecho porque todos los ciudadanos
merecen respeto, y que los excrementos de todo animal, incluido el humano, es lo más repudiado por cualquier persona sana
y decente. Existen normas con carácter de obligatoriedad para estos casos. Pero
qué sacamos si nadie las hace cumplir. Sólo nos queda por esperar a que, de lo
más profundo del ser humano que se llama racionalidad, aflore la lógica y con
ella el milagro que la gente se vuelva sociable. Porque uno no entiende cómo,
una persona con dos dedos de frente, medianamente educada, es decir que sabe
leer y escribir, saque su perro no a pasear sino exactamente a hacer sus
necesidades fisiológicas a las calles que constituyen los sociolugares más
importantes de todas las ciudades del mundo. ¿Será que seguimos siendo
cavernícolas y no nos damos cuenta?