Mario González Vargas
Al reanudarse las obras de
construcción para reanimar el desfalleciente sector productivo, estamos en
derecho de esperar que ellas se cumplan libres de todos los errores,
incumplimientos y corrupción que las han acompañado durante los últimos
decenios, con enormes afectaciones al erario público, a la infraestructura del
país y al prestigio de la ingeniería nacional.
No quisiéramos revivir escenarios de obras que cumplen diez o más años
para su entrega, cuando no inconclusas, ni la repetición de la inoperancia de
las interventorías, ni el desgreño para la imposición de sanciones sin
proporción con los daños causados, que pocas veces se han acompañado de inhabilidades
para nuevas contrataciones, estimulando así un carrusel que no tiene quien lo
ronde.
Los ejemplos abundan y algunos
provocan legítima indignación. El túnel
de la Línea ha tardado décadas y hoy es obra inconclusa; las Rutas del Sol, por
cuyos incumplimientos Odebrecht pretende impunidad para todos los delitos que
rodearon su contratación y su pobre ejecución; el puente atirantado de
Chirajara que se desplomó durante su construcción, sin que se conozcan
responsabilidades ni sanciones; el puente atirantado de Hisgaura, con un nivel
asfáltico propio de un acordeón, y cuya seguridad no está garantizada. Todo ello, sin contar con los edificios que
se derrumban a los pocos años de su construcción, o con la reiterada incapacidad
para sortear los desafíos de la naturaleza en la vía al Llano y en la de
Bucaramanga a Barrancabermeja.
Pero la tapa es lo acontecido
con la construcción de dos grandes puentes sobre el Río Magdalena: Santa Lucía,
que cruza el brazo izquierdo, y Roncador, que cruza el brazo principal, con una
inversión de 300.000 millones. En la obra, a cargo del Fondo de Adaptación,
concurrieron Cormagdalena e Invías. Cormagdalena demoró cinco años en expedir
el permiso para la obra que vino a entregar pocos días antes de su
inauguración, e Invías recibió los puentes sin atender a un defecto estructural
de enorme importancia: se construyeron sobre la principal arteria fluvial de
Colombia sin percatarse de las condiciones de navegabilidad. En el puente
Roncador, sus columnas distan entre si 160 metros, cuando lo requerido para el
paso de convoyes es de 190m. Crearon un cuello de botella para la navegación
del río que no tiene otra solución que nuevas y millonarias inversiones para
hacer obras de encauzamiento que requerirán permiso de Cornagdalena, que no las
contempla en su plan de inversiones. Implicaría pagar por algo que se pudo
evitar, porque el puente no puede obstaculizar la navegación, y reconstruirlo
sería mucho más costoso.
El gobierno debe velar por que
los procesos de selección de contratistas se ajusten a los más exigentes
principios éticos y consulten las capacidades técnicas, y las condiciones de
experiencia y solvencia económica que garanticen la ejecución de las obras, si
quiere que en los trabajos que se avecinan no se repitan las mañas, omisiones y
corruptelas del pasado. De nada habrán servido los sacrificios durante la
pandemia si seguimos condenados al mismo calvario.
Ajuste de contenido y
diagramación: bersoahoy.co