Además de llorar, usted: ¿Qué
haría?
No hay que ser ambientalista a ultranza
para estar de acuerdo. Moderado y
desinteresado.
"COSA EXTRAÑA EN EL HOMBRE: NACER NO
PIDE, VIVIR NO SABE Y..... MORIR NO QUIERE".
No dejen de leer esta
aterradora crónica del periodista y escritor colombiano Juan Gossaín. Tiene que
ver con nuestro futuro. Tiene inevitablemente que ver con la vida y el atentado
sistemático a lo que está siendo sometida Colombia por un puñado de
dólares...(Locomotora del petróleo y la minería) ¿Y cuando se nos acabe la
vida... para qué los dólares
"Cuando el último árbol
haya sido talado, el último animal haya sido cazado y el último pez haya sido
pescado, solo entonces, el hombre blanco entenderá que el dinero no se puede
comer"
PROFECÍA DE LOS NAVAJOS DE
NORTEAMÉRICA
"El petróleo es la sangre
de la madre tierra. Cuando el hombre blanco haya acabado con él, vendrá el
desastre."
PROFECÍA DE LOS INDÍGENAS U´WA
DE COLOMBIA
Una mañana de mayo pasado, los
viejos madrugadores del pueblo de Marytown, perdido en las costas que bordean
el sudeste de los Estados Unidos, se levantaron como todos los días a echarles
unas migajas de pan a los pájaros marinos que merodean con mansedumbre por los
patios y que se han ido convirtiendo en sus amigos.
Lo que vieron los dejó
espantados: las gaviotas de cabeza negra, que son tan bellas, también tenían
negro el plumaje. Del pico les goteaba una mancha babosa. No podían levantar el
vuelo de la arena, con las patas hundidas en una masa de chapapote pastoso,
como el asfalto cuando se derrite. Una de las gaviotas miró a la gente pidiendo
ayuda.
Según cuentan los testigos,
más allá de la playa, cerca del río, tres garzas morenas habían muerto con los
ojos despepitados. El guiso espantoso que navegaba corriente abajo, matando
todo lo que se le atravesara, era la mezcolanza de petróleo crudo de la empresa
British, que cayó pocos días antes a las aguas del Golfo de México.
A esa misma hora los
alcatraces de la bahía de Santa Marta, al norte de Colombia, desayunaban su
ración cotidiana de buñuelos de carbón. El periodista Antonio José Caballero,
grabadora en mano, esperaba en la playa el regreso de los pescadores que habían
salido a trabajar temprano. Mientras aguardaba, la cámara de su teléfono
celular retrató la pala enorme de un barco carbonero que arrojaba al mar el
polvo negro que sobró en las bodegas.
A esa misma hora, en las
playas legendarias de Juanchaco y Ladrilleros, cerca de Buenaventura, los
lancheros de cabotaje que llevan carga y pasajeros por los pueblos que se
arraciman en las orillas del Pacífico limpiaban sus motores preparándose para
un nuevo día de trabajo. Como si fuera la cosa más natural del mundo, arrojaban
al mar el contenido de unos tanques repletos de residuos de gasolina, queroseno
y diésel. Un langostino magnífico, que medía un jeme, iniciaba el día tomándose
su primera taza de combustible. Cuando vi la fotografía en El País de Cali me
dieron ganas de echarme a llorar.
A esa misma hora, en la zona
industrial de Cartagena de Indias, abierta sobre la bahía del Caribe
resplandeciente, los trabajadores de una compañía empacadora se sentaron a
desayunar en los comedores de su empresa. En ese momento volvieron a ver, como
venía sucediendo en las mañanas más recientes, que una nata de tizne cubría la
superficie del café con leche, y que una mermelada negra, tan semejante al
betún de limpiar zapatos, se había pegado al pan y al queso blanco.
Entonces, no aguantaron más.
Se levantaron todos, sin que nadie los hubiera convocado, y comenzaron a
golpear los platos contra los mesones. La algarabía se oyó en media ciudad. Las
autoridades ambientales ordenaron el cierre de un muelle vecino, que se dedica
a cargar carbón a cielo raso, sin mayores precauciones ni cuidados, sin tubos
cerrados ni conductores protegidos. Seis días después el muelle fue reabierto.
A esa misma hora, en la región
acuática de La Mojana, que cubre un gigantesco territorio húmedo de los
departamentos de Bolívar, Sucre y Antioquia, bajaban resoplando los ríos Cauca
y San Jorge, que se desbordan en caños y ciénagas. El apóstol Ordóñez Sampayo,
que se ha gastado la vida defendiendo de la contaminación a campesinos,
cosechas y animales, apareció en la plaza de Guaranda con el dictamen médico en
la mano: los doctores certificaban que los tres niños que nacieron deformes
tenían mercurio en el sistema sanguíneo.
El terrible mal de Minamata,
como lo saben los japoneses, porque las empresas en cualquier parte del mundo,
en Tokio o en Majagual, arrojan porquerías químicas a las corrientes, y primero
se pudren las aguas, y después nacen degenerados los peces y los camarones, y
después nacen sin ojos los niños cuyas madres, en aquellos caseríos extraviados
de la mano de Dios, consumen esa agua y esos pescados.
En las cabeceras de ambos
ríos, las compañías mineras, que buscan oro entre la tierra, hacen sus
excavaciones con un sancocho de mercurio y ácidos. Arroyos y acequias se llevan
el mazacote. Los bocachicos mueren con la boca abierta en los playones. Las
espigas de arroz no volvieron a crecer.
En medio del desastre causado
por las inundaciones, y como si fuera poco, las yucas harinosas de antes
florecen ahora con un hongo químico a manera de cresta. El hambre campea entre
los pocos ranchos que no se ha llevado el invierno. Las emanaciones de las
lagunas huelen a lo mismo que huele un laboratorio de detergentes.
Hay que decir, también, que
los empresarios mineros se defienden diciendo que Ordóñez Sampayo está loco.
Claro que está loco: ningún hombre cuerdo expone su pellejo ni dedica su vida
entera a defender a un ruiseñor, una mojarra, un plátano pintón, una mazorca de
maíz o a una mujer embarazada que carga un fenómeno en el vientre.
Epílogo
Aquella mañana, cuando los
pescadores de Santa Marta regresaron a la playa, el periodista Caballero los
acompañó en su tarea de descamar y abrirles el buche a los escasos pescados que
traían.
-¿Qué es eso? -preguntó,
intrigado, al ver unas bolas negras en el estómago de un bagre.
-Carbón, amigo -le contestó
uno de ellos, levantando el animal-. Pelotas de carbón. Eso es lo que comen
ahora.
Caballero tomó más fotografías
y se las llevó a algunos funcionarios de la industria carbonera.
-No se preocupe -le contestó
el gerente-. Vamos a construir un nuevo muelle de última generación.
-No lo dudo -dijo el
reportero, con una mueca de dolor que parecía sonrisa-. No lo dudo: será la
última generación.
El día que Caballero me contó
esa historia, y me enseñó sus fotografías, ya no sentí ganas de echarme a
llorar, como la vez aquella del langostino bañado en combustible. Lo que sentí
ahora fue rabia. Cuando ya no quede una sola hoja de acacia, cuando el último
pulpo haya muerto atragantado con ácido sulfúrico y cuando nuestros nietos
nazcan con un tumor de carbón endurecido en la barriga, entonces será demasiado
tarde. Dispondremos de computadores infrarrojos de última generación, pero ya
no habrá agua para beber; los celulares de rayos láser se podrán comprar en las
boticas, pero el sol no volverá a salir; los niños encontrarán el algoritmo de
28 a la quinta potencia con solo cerrar los ojos, pero dentro de 20 años no
sabrán de qué color era una golondrina.
Los invito a todos a ponerse
de pie antes de que se marchite el último pétalo. Usen el arma prodigiosa del
Internet para protestar. Hagan oír su voz. Que el correo electrónico de los
colombianos sirva para algo más que mandar chistes y felicitaciones de
cumpleaños. Porque, si seguimos así, el día menos pensado no quedará nadie que
cumpla años. Ni quién envíe felicitaciones.
JUAN GOSSAÍN
Reenviado por: WILSON MORALES CAMARGO
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