Por Gerardo Delgado Silva
Han sido los subversivos
y los paramilitares los perpetuadores de la clamorosa estupidez de los odios,
del resentimiento, de las abominaciones, de los desenfrenos fratricidas que
engendran otros escándalos crónicos de suma crueldad, como un rosario de
masacres desde la conquista. Evidentemente, esos conquistadores estaban
inmersos en una herencia sicopatológica, propia de los siete siglos de guerrear
de los españoles con los árabes. Hechos proditorios y perversos verdaderamente
repugnantes.
Horrores que el
sectarismo ancestral de los partidos, en épocas pasadas y “gloriosas”, quisieron
justificar y ennoblecer en el sentido político de aquella expresión.
Afloró el odio y a
esa etapa de violencia se le dio el nombre de “guerra civil no declarada”, con
lo cual se disimuló el bandidaje armado protagonizado por guerrillas de grupos
adversos. Contradicciones del hombre
moderno que se reflejan con acusadora precisión en ese modelo de heroísmo
inútil, como en la guerra que se llamo de los Mil Días, en la cual murieron
cuatro mil ciudadanos en la batalla de Palonegro. Toda una carnicería. Enpero,
liberales y conservadores suscribieron un tratado de paz en el
departamento de Magdalena; otro en Chinacota y un tercero en Panamá en el
acorazado Wisconsin de Estados Unidos. Así acabaron una guerra proditoria,
haciendo luz sobre la patria.
Esta violencia, este
holocausto bárbaro de ahora, suena patético, es mucho más grande que la
ocurrida tiempo atrás, hasta la configuración del Frente Nacional, con la
filosofía del entendimiento. Ese instante se olvidó, y los genocidios afligen
el país, con su impacto tenebroso.
Con su carnicería soberbia,
una forma de expresión de la dialéctica canalla del rencor de Caín. Nuestra
filosofía. Esto ha facilitado que florezca la industria mortal
del narcotráfico, ese
proceso vitando que nos ha causado inmersos daños en lo moral, en lo político y
en lo económico, que ha cortado en dos la historia Nacional.
Mientras tanto funcionarios
con nexos persistentes con paramilitares someten al país a las miserias políticas,
renunciando a los ideales del Estado de Derecho, solo buscan pelechar con los
dineros públicos como agentes de la corrupción. El imperio de la venalidad.
Claro que la Ley de
Victimas y Restitución de Tierras, es una visión que traza un
destino descontaminando verdaderamente, que sirve a un propósito público, con
grandeza, que da ejemplo de moral, de reconocimiento a la dignidad humana, y a
la justicia; después de semejante sentina de apetitos del inescrupuloso
gobierno anterior, por fortuna desenmascarado.
Así las cosas, la
pregunta es esta: ¿no es monstruosamente absurdo, incoherente, el pretendido “fuero
militar” con el remanso grato y ennoblecedor señalado en la ley de victimas? O,
mejor dicho, ¿es una clamorosa simulación con las victimas y no un acto vigoroso de solidaridad y de fortaleza moral,
en torno a esos seres signados por estremecedoras
tragedias?
La paz es un derecho
y un deber de obligatorio cumplimiento, como lo consagra la Carta Política.
Llegamos al imperativo de comenzar un proceso de paz en este laboratorio de la
guerra habida cuenta de la credibilidad política que ha logrado construir el
gobierno del Presidente Juan Manuel Santos.
Razón por la cual
tiene que optar por el convenio político,
con compromisos de desmovilización, que históricamente con la entrega de las
armas ha sido el preludio del armisticio. Y devolver incondicionalmente a los
secuestrados, en cumplimiento del Derecho Internacional Humanitario. Todo es
posible cuando hay voluntad, realismo y decisión para inaugurar una nueva era
de convivencia y progreso para esta martirizada nación.
Por tanto, hay que buscar al conflicto sus hondas
raíces sociales que por tantos años el Estado se desentendió de ellas. Es decir,
un tratamiento de las causas de fondo para derrotar la guerra y conducirnos a
la anhelada paz. Avanzar en aquellos hechos indicativos de que se está llegando
al final de la guerra, esta “guerra de perdedores”, como lo señaló el Informe Nacional de desarrollo humano
en el año 2003, con el auspicio del PNUD y la Agencia Sueca de Cooperación.
Corresponde al país y al gobierno para cumplir un papel efectivo, persuadirse
que esta guerra de “perdedores” tendrá salida con un tratamiento político
integral para celebrar acuerdos de ese tenor, como en Irlanda. En ningún
momento se puede desconocer la difícil labor de las fuerzas armadas contra la subversión.
Todos las respetamos, son de la Nación y deben estar a su servicio.
Ahora bien. Estamos
de verdad en guerra, abierta, y además desatada con todos los ingredientes del
terror.
Empero, en este caso,
rige el derecho que de antiguo se conoció
como Derecho de Gentes, hoy contenido en las normas del Derecho
Internacional Humanitario, para la protección de la población civil ajena al
conflicto, obligatorio para Colombia, según los protocolos de Ginebra de 1949,
tienen carácter supranacional, esto
es, que rigen por encima de la legislación local, ajustándose a los principios
consagrados en estos tratados. Es decir, una forma de reconocer la
intangibilidad de la persona humana como tal.
Pero hay momentos
signados por estremecedoras tragedias como el genocidio de los secuestrados por
las FARC, ambos crímenes de lesa humanidad. Sin embargo, es pertinente, por el
sendero de la duda razonable, formular unas preguntas: ¿fue acertada la misión
del ejercito, agotando todos los medios conducentes tendientes a evitar que se
produjese el desenlace funesto, el sacrificio irreparable de unos inocentes?,
¿no era irrevocable la amenaza de las FARC, de dar muerte a los secuestrados
antes que entregarlos, y no obstante discurrió una operación militar temeraria
de rescate?.
La violencia nunca se
acaba con la violencia, pues como decía Tolstoi, basado en los evangelios:”el
fuego no apaga el fuego”.
Y Jhon Marshal
afirmaba: “El único modo de vencer en la guerra, es evitarla”.
En el mismo sentido,
nos señala Montaigne: “No hay victoria si no se pone fin a la guerra”.
Renace, pues, la
esperanza que no puede volver a ser
torpedeada como lo hizo el señor Álvaro Uribe, dándole la espalda inhumanamente
a la tragedia, a los compatriotas secuestrados y encadenados en la selva. Empero,
con los paramilitares en una trapisonda entablo conversaciones con estos otros
terroristas, prometiéndoles tratamiento de carácter político, para no
aplicarles el derecho penal en que están subsumidos los delincuentes comunes,
revistiéndolos con ese estatus, camino de los beneficios legales que conllevan
a la impunidad.
Además la injerencia
de paramilitares en funciones públicas, horadó, y sigue horadando el Estado de Derecho.
Se trata en fin, de una paramilitarización de Colombia, con un daño inmenso,
prolongado y creciente.
El gobierno,
la sociedad colombiana, la comunidad internacional, y la iglesia, deben avanzar
en la celebración del convenio al cual me he referido, para ponerle fin a la agobiante tragedia.
Este no es un
acto de debilidad sino de grandeza. El más deseable de los objetivos políticos es
el proceso de paz. Sin el carácter de vencedores, sin exigirles que asuman
nuestra verdad o que se plieguen a nosotros. Para que el odio del señor Alvaro
Uribe, no siga nutriendo el agazapado fachismo, en detrimento de la
institucionalidad civil.
A nadie
pueden serle extrañas esas tragedias.
Dolorosas ironías del destino que establece un punzante contraste ente
la cuota de dicha que a algunos les es dada y la que a otros como los
secuestrados, los desplazados, con sevicia, se les niega.
Es la
oportunidad de una multitudinaria ratificación de la paz, con el ánimo ferviente
del espíritu cristiano, que en lo esencial celebramos en estos días navideños.
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