Por: José Óscar Fajardo
Hace cuatro meses en el Manicomio más grande del mundo mataron a Churquitos. Dicen que Churquitos, a pesar de tener ese apodo tan tierno, era más peligroso que una adorada concubina con hepatitis C. Tenía la cara, comentaron, como pocillo de loco de tanto recibir. Su trasegar por este mundo según dijeron, fue más brillante que la de unas diez docenas de bellezas de las que adornan este país. Pero lo que yo quiero comentarles es que, aunque ustedes no lo crean, su sepelio siempre parecerá un fulgurante suceso demasiado más fantástico de los que han imaginado los pesos pesados del Surrealismo y mucho más verraco que el realismo fantástico de García Márquez. Cuando lo trajeron de su casa donde lo velaron puesto que no lo hicieron en una funeraria, el cura párroco que iba a oficiar no les permitió la entrada al templo por su avanzado estado de embriaguez y sus cabezas repletas de marihuana. Así no se puede les dijo, porque es sacrilegio. Entonces los dolientes cogieron su muerto arrechos con el cura y se lo llevaron pero no para el cementerio. En el camino el cadáver se les cayó del ataúd y entonces les pareció demasiado elemental echarlo en un montacargas que sirvió de cureña. Se lo llevaron para donde las percantas y allí en el bar Bariloche se dieron las mañas para sentarlo y a la brava, porque el hombre estaba totalmente muerto, hacerle beber trago. Submarino de ron y cerveza que era lo que más le gustaba, dijeron. Incluso lo hicieron fumar cigarrillo, nunca se supo si de marihuana, a la brava, como en la película de Rosario Tijeras, porque él en vida no fumó. “Ya el cáncer vale culo”, le dijo un sobrino. Dicen que eran como veinte bacanes y algunos familiares.
En el lupanar Bariloche de la zona de tolerancia estuvieron varias horas departiendo alegremente con las percantas y el muerto de verdad, porque casi todos estaban, aunque tristes, era muertos de la risa. Cosas de tragos, comentó el comandante de la policía ya que cuando empezaron a sonar los balazos de la despedida de Churquitos, ellos no quisieron intervenir con el fin de evitar un inevitable desastre. Lo más emocionante, cuentan, era ver como uno de los dolientes que por su actitud daba a comprender que quería mucho al muerto, le cogía la boca al difunto y se la trasformaba en canalete para que no desperdiciara el trago y se fuera feliz y rascado para el otro mundo eternamente. La misma peripecia realizó para que fumara pero esa ya la había inventado y logrado desde varias horas atrás. La mamá del difunto dizque quiso en un principio impedir este desmadre, lo mismo que los hijos del muerto, pero los esfuerzos, los madrazos y los coñazos no tuvieron los suficientes efectos para disuadirlos. Como se presentó ajetreo, a un sobrino del muerto que se encontraba ofuscado, en el tire y afloje le arrancaron una manga larga de la camisa blanca que se había puesto de luto. A una señora doliente y amiga del difunto, en pleno zafarrancho le pisaron el dedo de una uña encarnada y se desmayó del dolor y un nieto de ella, muerto de la rabia, y quién no, le metió un coñazo en un ojo al agresor de su nonita y le desbarató totalmente las gafas de pasta barata para el sol.
Si yo contara la historia completa, se necesitaría de una novela y eso pienso hacer. Porque la historia del sepelio de Churquitos, así no me lo crean, no tiene parangón en la historia verídica del Manicomio más grande del mundo. Y eso que allí hay una planta de producción de locos de alta calidad.
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