Por
Gerardo Delgado Silva
Con
la República democrática, el Gobierno dejó de ser autoridad personal. En teoría, el Soberano rey fue suplantado por
el soberano pueblo, cuya representación, como comandante, es ejercida por mandatarios
o servidores de la voluntad popular.
Desde
entonces, Gobierno es función pública.
Más aún: Servicio público.
De
manera que los diversos aspectos de esta función o servicio constituyeron
también poderes del Gobierno o ramas o departamentos de la función gubernativa.
El
Régimen Presidencial es un sistema en el cual la Rama Ejecutiva se convierte en
el centro de toda la actividad estatal.
Las
funciones presidencial meramente ejecutivas, tienden al cumplimiento de la Ley
y la guarda del orden público. El
presidente es elegido, no por circunscripciones del pueblo fraccionado, sino
por la totalidad de ese pueblo, casi plebiscitariamente, lo cual le da a
su representación un carácter nacional. El Presidente es elegido por votación
popular directa. Es decir, que aquí
también se aplica el Principio de la Representación, con un fundamento democrático.
El
Señor Presidente Santos, está comprometido con la paz y sus difíciles caminos
los está transitando con denuedo y decisión imperturbables.
El
Art. 22 de nuestra Constitución, que es el orden jurídico fundamental, integral
y estable, impuesto a todos los miembros de la sociedad, lo mismo a los
gobernados que a los gobernantes, consagra el “Derecho a la Paz” , diciendo
simplemente: “ La Paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento”.
Algunos
connotados colombianos, dentro y fuera del gobierno creen errónea e
insensatamente que se exalta a las instituciones democráticas, acudiendo
torticeramente al plebiscito o al referéndum, que implicaría un altísimo costo para el
presupuesto de la Nación, y así someter
a la consideración del pueblo el Acuerdo de Paz. Las FARC, abogan por una Constituyente. Es un exhabrupto jurídico, en ambos eventos,
pues la soberanía popular no es activa sino pasiva. El acuerdo de paz no requiere ser refrendado
o sometido a ratificación popular, pues en puridad de verdad, repito, con el
debido respeto: “La paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento”.
Ahora
bien, cuando Colombia se emancipó, al mismo tiempo que las demás colonias
españolas en América, surgió la Nueva Organización institucional con la
creación de la República de Colombia o “Gran Colombia” en 1819, un Estado
Nacional integrado con la unión de Venezuela, Cundinamarca y Quito.
Jamás
se pensó en esa época acudir al plebiscito, para que el pueblo opinara sobre el
bienaventurado, magno y esplendoroso grupo de la paz en su sagrada misión.
Y
bien. Desde que nació nuestro país ha
vivido en medio de guerras. Es larga la
lista de conflictos y rivales: Conquistadores y aborígenes, españoles y
criollos, federalistas y centralistas, conservadores y liberales, rebeldes de
distintos colores e inspiraciones contra el gobierno legítimo, y, a veces, casi
todos contra casi todos. El Ex –
presidente Jorge Holguín esbozó un inventario de enfrentamientos violentos
entre 1824 y 1908, que incluía 8 guerras civiles generales, 2 internacionales,
3 cuartelazos, y, fuera de concurso, la Guerra de los Mil Días. Esta última fue toda una carnicería.
Hubo
batallas, como la de Palonegro, en donde según afirmó en 1954, el historiador
Gabriel Camargo Pérez, “sucumbieron 4.000 ciudadanos en la más cruenta batalla
de América Latina hasta fines de la pasada centuria”. En una Nación que en 1900 tenía 4.350.000
habitantes, la guerra dejó más de cien mil muertos.
La
población bajó de 4.262.000 ciudadanos en 1898, a 4.144.000 en 1905. Si fuera dable una discutible extrapolación,
equivaldría a que en Colombia actual, muriera un millón de personas en menos de
tres años, rata cien veces mayor que la que padecemos.
Los
acuerdos pusieron fin a la guerra que se llamó como lo habíamos expresado, de
Mil Días, y solo suscribieron tres tratados de paz como lo demostraron
liberales y conservadores, sin tener que recurrir al plebiscito o al referéndum. Lo trascendente es el Tratado para acabar con
la guerra. Por ello he evocado la Guerra
de los Mil Días, pues son interesantes algunas semejanzas de entre los métodos
de lucha y los de ahora. En aquel
conflicto, tuvo papel importante la Guerra de guerrillas, belicosa herramienta
conocida desde los tiempos de la independencia. En esa guerra, se firmó un Tratado de Paz en una hacienda
bananera de Magdalena; otro en una finca de Chinácota y un tercero en un
acorazado estadounidense en Panamá, el Wisconsin. Los acuerdos referidos ponían fin a la
guerra, como lo será ahora, y por el beneplácito de Dios, en Cuba, al
suscribirse en su totalidad el Tratado que es el rostro de la paz. Decisión que separa el bien del mal, para
encontrar significación y sentido de responsabilidad en la propia existencia de
todos los colombianos. En puridad de verdad, los derechos fundamentales, el
perdón, la dignidad humana, la paz, y el amor al prójimo, son la meta última y
más alta a que puede aspirar el hombre.
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