Aún antes del inicio formal de las campañas electorales del próximo año, el escenario artificial que se quiso construir se empezó a derrumbar estrepitosamente. La pretensión de hacer del denominado centro, de coordenadas y contenidos imprecisos, la congregación de los profetas del futuro no resistió los afanes, egos y ambiciones de sus diversos componentes, ni pudo, a pesar de sus malabares y artimañas, encasillar a los colombianos en un escenario de repudiables extremos y una nueva y redentora equidistancia. Fue una apuesta atrevida contra la memoria colectiva el haber querido disfrazarse de heraldos de una nueva política, cuando su pasado reciente los ubica, unos como alfiles de Samper, César Gaviria y Juan Manuel Santos, otros en el Polo Democrático, y algunos más tributarios de las amnistías a organizaciones insurgentes. Para muchos, sus némesis terminaron en garrotera hirsuta con sus antiguos protectores. Y el tibio, injustamente abandonado a su suerte en procesos de incierto desenlace.
El efímero y difuso centro cedió su espacio al paulatino reagrupamiento de la izquierda hoy denominada progresismo. Aspira ésta a que el cambio de nombre le permita remozar su imagen sin trastocar sus esencias y extender su predicación a diversos sectores sociales y a temas que la indolencia de sus contendores ha desechado. Ni el partido Verde en proceso de deconstrucción, ni el partido Dignidad en fallida acción de elaboración, ni el Nuevo liberalismo en improbable propósito de renacimiento, ni en Marcha en absoluta incapacidad de rumbo y metas, tienen posibilidad de evitar la apropiación que hará Petro de sus menguadas huestes y de la personería de ese nuevo emblema que oculta trasnochadas y fallidas concepciones. El odio y el resentimiento serán sus alicientes y la estatización del sector productivo sus objetivos, la igualdad resultará de la aplicación del más bajo común denominador y la libertad se dispensará a cuenta gotas por el amo de turno por tiempos que serán vividos por la gente como infinitos.
Por ello los procesos electorales que recientemente se han surtido este año en países del hemisferio y los que tendrán lugar antes de finalizar el año, deben examinarse con detenimiento porque no serán ajenos a nuestras elecciones en el 2022. Nadie escapa hoy a los efectos de la globalización, especialmente en un continente en el que afloran tendencias que apuntan a la instalación de regímenes totalitarios susceptibles de alterar los principios de paz y democracia del sistema interamericano. La elección en el Perú y la que se anticipa en Nicaragua corresponden a la génesis y resultado final de lo acontecido en Venezuela. Ese tejido de solidaridades ideológicas constituye la mayor amenaza para la supervivencia de la democracia en Colombia. Nada es creíble en Petro, así se trate de no expropiar, de creer en Jesús, de sus supuestas enfermedades, del origen de los aportes a su campaña o de su peculio. El tránsito de Perú a la dictadura y la consolidación de Ortega en Nicaragua son suficiente evidencia para que no nos veamos condenados a la esclavitud sin final que ya prevalece en Cuba y Venezuela.
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