La paz ha sido un anhelo frustrado que se ha intentado conjurar sin éxito por todos los gobiernos que se han sucedido en el tiempo. Es como si los colombianos estuviéramos marcados por un sortilegio macabro que nos condena a una violencia constante, pero ajena a nuestros deseos. Petro, en su mejor estilo de promotor de encantos, nos ofrece una paz total, con la que alcanzaríamos el nirvana que nos alejaría por siempre de repeticiones y recaídas que han ensombrecido el espíritu de los colombianos.
Ya lo habían intentado nuestros gobernantes por décadas, sin otro resultado que una repetida frustración. Juan Manuel Santos prefirió acariciar su personal vanidad a la conquista de una paz consensuada que asegurara el definitivo fin de la violencia y promoviera la reconciliación y la sanación de las profundas heridas en el alma de la nación. El acuerdo, impuesto con triquiñuela de tahúr por encima de la voluntad popular, solo logró desencadenar una nueva violencia, aún más mortífera e invasora que la provocada por las Farc y el Eln, porque las carencias que la alimentaron siguieron prevaleciendo en la vida nacional. La precariedad del control territorial por el Estado, el apoyo soterrado de la izquierda radical a la insurgencia y la explotación del narcotráfico y de todas las actividades económicas ilegales por los alzados en armas, acrecentaron el poder de la ilegalidad y amenazaron a una sociedad atemorizada y a una democracia que sufría por superar los retos que confrontaba.
No extraña que hoy padezcamos una expansión de las estructuras criminales que rivalizan por el control de las economías ilegales, que se ha acompañado de un creciente control territorial y de la extensión desmesurada de los cultivos de coca, de la minería ilegal y de todas las actividades delictuales que suelen desplegarse para protección de sus réditos. Se ha logrado retrotraernos al bandolerismo y a la degradación que se expresa en la multiplicación de masacres y crímenes de lesa humanidad que enlutan a la nación, sin capacidad institucional para combatirlos y erradicarlos, al tiempo que se multiplican las estructuras armadas ilegales por todo el territorio nacional. Las fuerzas militares y de policía ya no erradican cultivos, no incautan drogas ni destruyen laboratorios, y el gobierno las mantiene acuarteladas mientras las parafernalias de delincuentes ocupan las calles de las poblaciones y adoctrinan a sus indefensos moradores. Lo acontecido el jueves en el Caguán es la demostración cruenta de la postración que nos imponen, que al menos, por simple sentido del honor, debería provocar la renuncia de mindefensa. La paz total persiste en el proceso de legalización de las economías ilegales y de sus perpetradores, como lo denuncia el Fiscal General en el proyecto de humanización de las penas, y en el del acogimiento, con perdón y olvido y mal habidas riquezas en el proyecto de país “potencia de la vida” que desvela al presidente. Olvidadas permanecerán las víctimas, como ya aconteció en el acuerdo con las Farc, pero todos seremos apesadumbrados testigos de la reedición del mito de Sisifo en la perduración de la criminalidad en la vida nacional.
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