La paz total nos regresó a los dantescos escenarios que vivimos en los años finales del 90 y en algunas de las décadas siguientes, con la violencia indiscriminada contra las poblaciones y la destrucción sistemática de las infraestructuras de productividad, seguridad y bienestar de la sociedad. Los ataques contra las cabeceras municipales por las organizaciones armadas en tratativas con el gobierno y cobijadas por ceses del fuego bilaterales, sumados a los enfrentamientos entre ellas, se han multiplicado al amparo de diálogos estériles y de mecanismos de verificación prácticamente inexistentes.
El Pacifico colombiano es hoy escenario de la brutalidad del Eln, el Clan del Golfo, el Emc y la Nueva Marquetalia que se agudiza en la medida en que las dubitaciones se acrecientan en el alto gobierno que parece carecer de la capacidad o voluntad de enfrentarlos, mientras las estructuras del crimen organizado aumentan su presencia y su control, animadas por la ausencia de medidas eficaces y contundentes por parte del gobierno. El Chocó, el sur de Bolívar, el Valle del Cauca, especialmente en las inmediaciones de Cali, el Cauca y Nariño, son teatros de ignominia por parte de las organizaciones al margen de la ley, con una fuerza pública limitada por ceses al fuego que solo ella respeta, y sin saber lo que pasará con los secuestros, la extorsión, el desplazamiento y reclutamiento de menores. Pobre respuesta la del Ministro de Defensa al calificar la situación después de dos años de gobierno: “no es el fracaso de la política de seguridad. Lo que pasa es que no hemos logrado, todavía, alcanzar los plenos resultados que esperamos”;
El gobierno carece de estrategia política, y sin ella no es posible elaborar y ejecutar acciones militares apropiadas, porque el uso de la fuerza constituye un instrumento político legitimo para alcanzar la preservación de seguridad y convivencia propias de la vida social. En situaciones como las que vivimos, corresponde al gobierno definir los objetivos y las metas, y a las Fuerzas Armadas la consecución de los mismos. El estadista debe tener claridad sobre las características del conflicto y los objetivos y resultados que se propone, que determinan a su vez el accionar de la fuerza pública y los medios para alcanzarlos.
Para el presidente, los objetivos militares deseados parecieran no corresponder a sus objetivos políticos. Esa percepción desorienta al mando de la Fuerza Pública, porque trastorna la definición de los tiempos y de las acciones requeridos para el alcance de sus legítimos objetivos, a la vez que desconcierta a la ciudadanía, desencantada e indefensa, que termina descreída de su apoyo y compelida a someterse a los dictados de los delincuentes. No cabe ignorar el nuevo arsenal de los delincuentes que altera la relación de fuerzas. Equivocarse sobre la naturaleza del enemigo conduce inevitablemente a la derrota. Es un axioma de la guerra desde los tiempos de Sun Tsu, que no debería ignorar el presidente. Ninguna de las organizaciones armadas que asolan el territorio nacional ostenta naturaleza o carácter político, ni representa postulados ideológicos que supuestamente guíen su accionar. Su pretensión de cobijarse bajo banderas de insurrección política ya no tiene vigencia y no entenderlo aumenta sus pretensiones y debilita a las autoridades. Victimizarse y descorazonar a sus fuerzas militares no traza propiamente el sendero de la victoria.
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