domingo, 6 de octubre de 2024

Un Renacimiento para el mundo en que vivimos

Mario González Vargas
El propósito de deconstrucción sistemática que ha adelantado el gobierno de Petro en ejercicio de fidelidad a su trasnochado ideario ideológico, ha resultado tan pernicioso como avasallador, como que le ha permitido imponer la agenda política en un escenario que desconcierta a sus opositores, inmóviles y aturdidos ante la recuperación de las fórmulas que, en el pasado aún reciente, escenificaron la inmolación de los pueblos sometidos a sus engañosas promesas. Habilidoso en el uso de la mentira, se ha valido del desconcierto que alimenta para desplegar promesas e ilusiones ante la dubitación de quienes aún no hallan ni la fuerza ni los mensajes necesarios para caracterizar y controvertir la hecatombe en curso.

Se vale, como muchos otros aprendices de sátrapa, del desconcierto que crece al unísono en un mundo que parece indefenso ante las incógnitas que distinguen los tiempos de crisis de civilización, para propagar una narrativa apocalíptica valido de la angustia que suele prevalecer en tiempos de cambios de época y de obligado tránsito a nuevos paradigmas que sustenten las exigencias de las realidades que tardan en ocupar el pensamiento y determinar las acciones que exigen las mutaciones que se avizoran. Para consumo popular, se autodenominan progresistas, apelativo que no les exige creatividad alguna, porque solo persiguen reinstalar las deficiencias del pasado bajo patronímicos de nuevo cuño. Necesitan de la polarización para hacer más violenta pero menos creativa la contienda, como lo demuestran muchas de las propuestas en curso, desde la apología del decrecimiento hasta la de una paz incierta, con la cesión de la seguridad a las organizaciones criminales y el abandono de la defensa de los derechos humanos en los organismos internacionales a manos de cuantos sátrapas pretendan sofocar el ejercicio de las libertades.

Petro, al unísono con muchos otros de sus congéneres, se ha desgastado inútilmente en el estéril ejercicio de buscar responsables del decaimiento que vivimos, como si sus metas no correspondieran a la marchita voluntad de petrificar la política en categorías desuetas de izquierda y derecha que no cobran vigencia con agregarle un centro, apelaciones hoy esotéricas que no dejan de representar militancias para exacerbar la contienda por el poder, y aun agregándole la condición de extremos, para tratar de excusar lo inexcusable: la decrepitud del pensamiento en el ejercicio de la política que termina por enseñorear el recurso a la exclusión.

El mundo debería procurar un Renacimiento fruto de la capacidad de entender las exigencias que asoman con su versátil capital de formulaciones y soluciones que estimulen la hoy maltrecha capacidad de escapar de un presente que agoniza, como si sus dirigentes se contentaran con las caricaturas de sí mismos. Es el triste telón de fondo que se ha impuesto en las últimas décadas en los órganos de la ONU, y que aún parece persistir en obligar a las naciones al colectivismo y al estatismo que lo administra, y que en menos de 50 años sembró pobreza y violaciones sistemáticas de los derechos humanos en las sociedades que las adoptaron, como en las que se vieron forzadas a padecerlas.
Se trata de la reedición del viejo propósito que pretende reglamentar la vida de las naciones, fundado en la coerción al derecho a la libertad, atributo fundante e inalienable del ser humano, y cuya transgresión desnaturalizaría el valor inalienable de la vida en la especie humana.

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