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martes, 10 de junio de 2008

MAGNA IMPOSTURA



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La institución de la extradición, basada en los tratados públicos y en las normas de procedimiento penal, es un acto jurídico de solidaridad internacional en la lucha contra el triste fenómeno de la delincuencia; de tal suerte que se garanticen las condiciones de la vida civilizada, conforme al derecho que es el cimiento y nexum de la sociedad.

Por manera pues, se torna paradojal que el Presidente Uribe al fin y a la postre, hubiese admitido la evidente alianza entre los paramilitares y el narcotráfico, ese tenebroso contubernio desde su origen; no obstante, que a lo largo del proceso de “negociación”, de trastienda en Santafé de Ralito, les prometió, contra la tradición jurídica universal, un tratamiento de delincuentes políticos con lo cual les garantizaba la no extradición. Para mayor escarnio y afrenta al constitucionalismo, amenazó con acudir a la activa colaboración del pueblo –bajo una apariencia democrática– para la vigencia del estatus político de los paramilitares. Todo, ambigüedad, impostura, agonía de la justicia y del Estado de Derecho.

El gobierno de Uribe, con la extradición de catorce “jefes” paramilitares, se echó sobre sus hombros el cadáver de la llamada Ley de Justicia y Paz, y con él la prioridad suprema y sagrada de la verdad, la justicia y la reparación, acibarando más el suplicio de los miles y miles de víctimas humildes e inocentes, en este espectáculo absurdo de nuestra patria ahogada satánicamente en sangre, con la pedagogía del resentimiento y el vacío de la moral del establecimiento.

Pero, ¿qué revela la lógica oculta de estas contradicciones? ¿Qué se aprestaban los extraditables a denunciar? Ante el desprecio desmesurado de la justicia, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos expresó: “…la extradición impedirá la investigación y el juzgamiento de graves crímenes, cierra las posibilidades de participación directa de las víctimas en la búsqueda de la verdad e interfiere con los esfuerzos por determinar los vínculos entre agentes del Estado y estos líderes paramilitares”.

Entretanto, en el establecimiento solo hay “Silencio y Bruma. Soplos de arcano”. Como dice un poeta.

Y bien. ¿Es este, el respeto a la dignidad humana, que el gobierno demuestra en el caso de las víctimas y que la Constitución les otorga? ¿No es, pues, la intangibilidad de la vida un derecho fundamental que inequívocamente garantiza su óptima calidad cuando se aleja del sufrimiento? La interpretación del derecho fundamental a la vida, no puede hacerse al margen de los tratados internacionales en materia de derechos humanos.

El gobierno de Uribe, ha cerrado los ojos ante los crímenes de lesa humanidad de los narcoparamilitares, y el sufrimiento de sus víctimas, que no han tenido ni siquiera la alegría de vivir, contrariando así, la preceptiva constitucional, de nuestro Estado Social de Derecho.

Quedan las víctimas en un limbo pavoroso, como si su tragedia fuera un castigo sobrenatural, en tanto que sus verdugos reciben en la práctica una amnistía tenazmente enmascarada, encabezando una operación de impunidad en relación con ese repertorio de atrocidades, revestidas de reivindicaciones nacionales, según los parapolíticos de la “refundación de la patria”, los patrocinadores y beneficiarios de estos criminales.

Por otra parte, a la luz del Código de Procedimiento Penal, el Ministro de Justicia –tan visiblemente limitado– tiene la facultad para “diferir la entrega” de quien esté procesado y pedido en extradición, “hasta cuando se le juzgue y cumpla pena”.

El Ministro no solo desconoce los caminos de la justicia nuestra, sino que implica torpe barrera para la eficiente aplicación de la ley. Es la atroz secuela de ser Ministro de Justicia y de no honrarla. Elster, dice acertadamente que: “el poder, para ser efectivo, debe ser dividido y la omnipotencia, lejos de ser una ventaja, puede ser una calamidad”.

Las bellas palabras de la Constitución y de los Códigos se quedaron sin alma y sin medios de obrar, en este proceso con los narcoparamilitares, que no es otra cosa que la legitimación de la mentira.
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viernes, 28 de marzo de 2008

COLOMBIA MORALMENTE ATURDIDA



Por: Gerardo Delgado Silva (Abogado)

Es difícil entender lo que está pasando. Pero la lucha contra el terrorismo –que compete a todo hombre de bien– está reflejando las sucesivas y delirantes violaciones del gobierno de Uribe al espíritu y letra de nuestra Carta Política, y ahora a las normas vigentes del Derecho Internacional Público e Internacional Humanitario.
Es innegable que ha incurrido en extremos absurdos y desmesurados al atentar contra la soberanía del pueblo de Ecuador, acudiendo a las “razones de Estado”, y a una pretendida “legítima defensa”, que jurídicamente, no tiene el alcance genuino de su significación. El Embajador Ospina ante la O.E.A., el liviano Canciller Araujo y otros funcionarios menores, no saben a ciencia cierta en qué consiste esta figura. Por eso opinan estólidamente como el sepulturero de Ofelia en Hamlet, quien dijo de ella: “se suicidó en legítima defensa”.
El caudal probatorio acerca de la violación de la soberanía, es irrefutable, lo cual permitió a la O.E.A., la persuasión de la verdad, es decir llegar a la certeza.
Mientras tanto, en estos tiempos en que todo vale, con este episodio ha quedado el profético testimonio de la ambición de poder, la obsesión de Uribe por preservar su popularidad en la empresa de reelección, eclipsando el contenido moral y jurídico de la trasgresión, hasta destacar la ausencia de contradicción con el derecho.

Pero cabe preguntarse: ¿No fueron estratagemas de Uribe, Correa, Chávez y Ortega, como un grupo de actores brillantes, para imponer en voz alta las razones o temores de su arraigo mítico en el trono de sus respectivos países?
Y los burócratas, con mayor apremio que nunca, siguen alimentando las fantasías antiguas del origen divino del poder. Por ello, se ha entronizado en nuestra patria, la presunción según la cual el poder es un asunto exclusivo entre los reyes y Dios. De ahí la hechizada aceptación popular del Presidente Uribe, con todas las desmesuras, incluyendo la apelación a medios ilegales. Los certificados de buena conducta otorgados por los administradores del Nuevo Orden Mundial, Bush y los neoconservadores como representación suprema del Imperio del Bien Absoluto, no se hicieron esperar.

¿En qué punto estamos de este doloroso camino hacia la paz y hacia dónde vamos?
Y en este escenario se abren paso las argucias del Ministro Santos, para “recompensar” al delincuente “Rojas”, por el asesinato del bandido Iván Ríos, consagrando con aguas bautismales los actos proditorios. Como si en la cúpula de estas altas posiciones, no se tuviera que cumplir con lo que señalan la Constitución y las leyes de la República y con aquello que se desprende del orden moral de la conciencia. No se puede conminar al país a aplaudir hechos punibles envileciendo los valores que representan el legado ético de la nación. Pretende canalizar incluso los sentimientos de las personas, liquidando la llamada “seguridad democrática”, reemplazando la fuerza pública en el monopolio de las armas; en fin, superando el Estado de Derecho, dándole el visto bueno inescrupulosamente al surgimiento demencial de mercenarios. Es una repugnante renuncia a los caminos de la justicia, única que hace la luz en el desorden que nos rodea.
El derecho fundamental a la vida, aún de los delincuentes, comprende la prohibición absoluta para el Estado y los particulares de provocar la muerte de alguien. Entonces, el pago de la “recompensa”, que pretende el Ministro Santos, dándole aplicación diferente a los bienes del Estado, se subsume en el delito de peculado y es posible su adecuación típica en el delito de instigación a delinquir. Los que están por fuera de la ley penal, deben ser capturados y procesados, pero no asesinados tras la esperanza de conseguir el oro, ese “oro con el que después todo se dora”, como escribe Juan de Castellanos.
¿Quiere el Ministro, poner en marcha la “guerra de todos contra todos”, según las palabras de Hobbes?
No logra tiznar al estadista Eduardo Santos, congénere que si llegó al cenit luminoso y recto de la vida pública, y cuyo pensamiento, tiene viva actualidad: “No hay guardianes en la heredad, ni luz en la poterna”.
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