Trafugario
Por: José Óscar Fajardo
Hace quince años, a las 8 y pico de la mañana de ése viernes yo estaba parado frente al edificio antiguo de EL TIEMPO en la carrera séptima con Jiménez. Sólo hasta ese momento, por el llanto desesperado de un lustrabotas y por sus palabras gruesas contra el Estado, pude darme cuenta que habían asesinado a Jaime Garzón. Instantes después me enteré que todo el mundo hablaba de lo mismo, sino que no me había percatado porque es que en semejante burro de ciudad tan grande, nadie le para bolas a nadie y menos en un punto neurálgico como ese. Pero quedé perplejo y tuve que haber puesto la cara de marciano que tenía todo el mundo. Sé que las que voy a decir son frases de cliché; no obstante casi todo transeúnte tenía los ojos empañados y rojizos porque, no tengo la menor duda, Jaime Garzón ha sido el muerto más llorado de Colombia. Por él regaron sus lágrimas liberales, conservadores, izquierdas y derechas y todos los sectores que, aunque con diferencias ideológicas profundas, siempre respetaron y han respetado a Colombia. En las pocas veces que pude hablar con él, era un tipo demasiado asequible, pude darme cuenta que, ante todo, tenía una memoria prodigiosa. Y unos conocimientos especiales con increíbles datos estadísticos de la destartalada Colombia de ese entonces, que no he vuelto a escuchar a un periodista con esa algebraica excelencia.
Jaime Garzón desmenuzaba a Colombia ministerio por ministerio, ciudad por ciudad, pueblo por pueblo, político por político y rata por rata, con tal densidad, irreverencia y humor, que así como Albert Einstein, pasarán muchos milenios para que la evolución de las especies produzca otro prototipo. No sé por qué me late que, incluso la indiamenta que asesinó a Jaime Garzón, lo odiaba pero en el fondo lo admiraban porque sabían que este verriondo estaba cerebral e intelectualmente por encima de ellos mismos cuyos cerebros no eran aptos para comprender las verdades que él era capaz de averiguar y de una manera tan singular como la suya, contar con sus dientes de león por fuera y envidiablemente muerto de la risa. Por eso fue que lo asesinaron. Y varias cosas recuerdo, como antorchas encendidas, de aquellos infelices momentos. Una. Que la pared larga y blanca del Colegio Mayor de Cundinamarca, frente al edificio donde vivía la Tuti, su novia, por la carrera quinta y por los lados de la plaza de toros La Santamaría, la gente hizo allí un réplica triste de los Jardines Colgantes de Babilonia con arreglos florales, con mensajes fúnebres y grafitis de todos los estilos, con sentidos versos y sonetos tan llenos de dolor que la gente tenía que pasar ligero para no ponerse a llorar.
Dos. Como yo vivía por la carrera quinta, más allá de la estación de policía, pero dictaba clase en la universidad Incca que queda al otro lado de la 26, pues casi siempre pasaba por el restaurante El Patio, que era adonde él iba a almorzar y a botar corriente en medio de mucho amigos que lo veneraban, y a uno le parecía verlo ahí, después de muerto, como una esfinge imaginaria de la cual la gente se moría de la risa con el sólo hecho de mirarla. Tres. Nunca se me olvidó el poema que le escribí como homenaje póstumo a ese pingo de quién hubiera querido ser su amigo toda la vida. Dice así: “Desde un viernes al amanecer todas las flores están tristes. Pues madrugaba a cantar un ruiseñor pero su canto fue acallado con el trino de un fusil”. Son muchos más versos pero acá no hay donde meterlos. Desgraciada historia del circo que mata a su payaso que nos hacía reír de nuestras propias desgracias.