Por: Gerardo Delgado Silva.
El crimen ignominioso llevado a cabo presuntamente por las FARC, en enfrentamiento con mercenarios, según el Nuevo Herald, contra once seres humanos, respetables por el hecho mismo de serlo, es una tragedia no sólo para las familias de los diputados, sino para la Nación que estará conmovida por generaciones.
Este turbión de hechos ominosos, es como si las fuerzas del mal, hubiesen conquistado el predominio sobre las del bien, sin llamar así a las unas y a las otras con un criterio maniqueísta, sino impresionados por las latencias de su realidad. Se sepultan muchos de los valores construidos a lo largo de los siglos, que rodean a nuestra civilización.
Cuando nació nuestro país, se vivieron masacres del diablo, en nombre de Dios. Conflictos desatados en la conquista española y luego un rosario de atrocidades que siguieron y no acaban, como una parábola sin tiempo, expresión dialéctica del rencor de Caín, con componentes políticos socioeconómicos y narcoterroristas. Dramático testimonio de nuestra sociedad enferma, para la cual no “cesó la horrible noche”, como reza el himno. Este paisaje patrio con una moral en ruinas, permite que legiones de monstruos en todos los rincones yergan su espanto dispuestos a controlar el Estado.
Empero, los hechos atroces de ahora, son repudiables e incondicionalmente condenables, sin que pueda servir de atenuante, la falta de piedad, la indiferencia y los oídos sordos del Presidente a los clamores de los secuestrados, de sus familiares y del país, a favor del convenio humanitario; pasando por alto los Protocolos de Ginebra.
La solución militar de los problemas de la violencia prevalece sobre la solución política. Días antes de conocerse el holocausto de los diputados, el Presidente desbordado dijo: “General, no apague esos aviones, rellénelos de gasolina sin apagarlos y bombardee a esos bandidos”; los resultados eran fáciles de adivinar. Resulta ajena y olvidada la suerte de los cientos de secuestrados, porque los derechos humanos en nuestra patria sólo han sido una retórica, un discurso para legitimar el poder, sin la más mínima consideración y protección en la práctica, de los derechos fundamentales, entre ellos la vida y la libertad que deben ser interpretados en los conflictos a la luz de los instrumentos públicos internacionales ratificados por Colombia.
Aún con las bocas calladas en medio del estupor y la indeleble tristeza, multitudinarias almas le hacen coro a ese motivo valioso del convenio humanitario, enaltecedor de la especie humana.
Sin embargo, el Presidente parece más preocupado por ajustar cuentas que por contribuir al acuerdo, que significa paz y justicia. Porque como escribió Rousseau: “El mas fuerte nunca es lo bastante fuerte como para ser siempre el amo, a menos que transforme la fuerza en derecho y la obediencia en deber”.
La ira, la desmesura y la arrogancia nacen de la ambición de poder, “la razón de Estado”, como le ocurrió a Tántalo que se creyó más sabio que los dioses. Pero el poder, no es el fin del Estado, como no me canso de repetir sino la persona, su dignidad, por lo cual la Constitución Política, exige un respeto y protección a la vida como un valor supremo, un auténtico imperativo para el Estado Social de Derecho. Así lo reconocen todas las Constituciones de la desoladora posguerra europea, pues se había violado el derecho a la vida masivamente, con la tenebrosa pérdida de 50 millones de seres humanos.
Ha llegado la hora de reconocer que el acuerdo humanitario no es una actitud de debilidad gubernamental, y que la única salida a esta guerra endémica, es una solución negociada en sintonía con la comunidad internacional y la civilidad.
Israel, ha intercambiado sus soldados por palestinos retenidos en muchas ocasiones, y el mundo recuerda que por un solo soldado, en 1979, liberó a 76 palestinos.
Hace 105 años liberales y conservadores pusieron fin a la terrible guerra sectaria, de heroísmo inútil llamada “de los mil días”, después de suscribir tres tratados.
Es imposible que esta guerra, en el suelo que pisaron nuestros antepasados, se resuelva con más guerra, en tanto que se desatiendan las raíces remotas del conflicto, sin que se rompan los lazos que atan a muchos colombianos al odio y a la venganza en fanática expresión. Tolstoi, basado en los evangelios, expresó: “El fuego no se apaga con el fuego”.
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