Pedro Medellín Torres. Columnista de EL TIEMPO.
El costo de la popularidad presidencial.
En mayo de 1990, preocupados por las políticas de los gobiernos populistas de América Latina, un grupo de economistas (coordinados por R. Dornbusch, de MIT, y S. Edwards, de la Universidad de California) emprendieron el estudio de lo que llamaron la "economía política del populismo". Trataban de establecer las implicaciones de los programas económicos y sociales que, basados en políticas fiscales y crediticias expansivas, buscan crecimiento y redistribución del ingreso, pero sin considerar los riesgos de la inflación y el financiamiento deficitario.
El famoso Réquiem para el populismo, escrito en 1982 por Paúl Drake, les permitió a los economistas entender que un gobierno populista es aquel en el que un líder de rasgos personalistas (o paternales), para mantener las adhesiones políticas y la movilización social, promete un crecimiento simultáneo de la economía y el bienestar social. Y para lograrlo no tiene problema en aumentar el gasto, aun a costa de elevar el déficit fiscal y el endeudamiento público. Para Dornbusch y Edwards, la imposibilidad de sostener esas políticas llevará a la economía a una vulnerabilidad extrema que solo puede ser corregida con un programa de estabilización "drásticamente restrictivo y doloroso".
Esa reflexión sirve para analizar la negativa del gobierno Uribe a asumir una rigurosa disciplina fiscal. Sobre todo, ahora que ha presentado el proyecto de presupuesto nacional para el 2008, por 125,7 billones de pesos, en el que propone un aumento del 15 por ciento en gastos de funcionamiento y 26 por ciento en inversión, principalmente concentrados en el gasto militar, que sube a 3,6 billones, y protección social, que supera los 5 billones.
Esos incrementos, que a primera vista parecen indiscutibles, en realidad deben alarmar. No solo porque implican un déficit del Gobierno central de 3,3 por ciento del PIB. También, porque el aumento en la inversión va a ser financiado en su totalidad con impuestos temporales (como el impuesto al patrimonio) y endeudamiento, que no son sostenibles a mediano plazo, sobre todo para unos gastos que sí se van a mantener a largo plazo.
En el gasto militar es evidente. Aun bajo el supuesto de que no hay infiltración mafiosa o guerrillera, ni problemas de estrategia, el gasto en este sector tiene la traza de un barril sin fondo. Ya no solo son los 250 mil millones de pesos de aumento en bonificaciones a los militares, aprobados en la mitad de un debate de moción de censura al Ministro. También es el mayor peso que tienen las pensiones en el gasto total. En el 2002, cuando llegó Uribe, por cada peso de gasto militar, más de 40 centavos debían ser transferidos al pago de pensiones. Ahora, que subió a 3,6 billones, es probable que por cada peso de gasto militar se deban transferir algo más de 47 centavos para cubrir las pensiones. Por eso, el Gobierno está condenado a depender de la ayuda norteamericana, si quiere tener resultados.
Por su parte, en el gasto social, el Gobierno tampoco puede asumir una rigurosa disciplina fiscal. Es el costo de haber institucionalizado, a través de los consejos comunales y los encuentros de empresarios, una práctica perversa: asumir compromisos que implican gastos, a los que luego se les deben buscar los ingresos que los financien, de manera que aseguren los apoyos políticos que necesita para mantenerse en el poder.
El presupuesto del 2008 le va a aportar al Presidente más de 3,5 billones para entregar cheques en los consejos comunales a beneficiarios de programas de acción social de Presidencia, a poblaciones atendidas por el Ministerio de la Protección Social o a los favorecidos con subsidios de vivienda; 1,6 billones de pesos para negociar vías con los políticos regionales y locales; y 500 mil millones del programa Agro Ingreso Seguro, con el que espera compensar las pérdidas de haber negociado mal el TLC.
El país entró en una economía del populismo. Y aunque diga lo contrario, el Presidente sabe que el clientelismo es insuficiente. Y que para mantener su popularidad tiene que aumentar el gasto, sin importar que sea al debe o volviendo permanentes impuestos que solo tenían un carácter temporal.
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