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miércoles, 1 de agosto de 2007

AGAZAPADO AUTORITARISMO



Por: Gerardo Delgado Silva

En las repúblicas democráticas, que como la nuestra, son Estados sociales de derecho, el principio de autoridad reside en la Ley de leyes que es la Constitución y no en los individuos encargados de cumplirla y de hacerla cumplir. Eso excluye la “razón de Estado”, expresión empleada por Maquiavelo para justificar la voluntad arbitraria de los monarcas.

Los principios constitucionales, son, ante todo, controles éticos dentro de los cuales debe encausarse la vida del derecho, prácticamente deferida a las ramas del poder público, separadas tanto en la antigüedad, como en el siglo XVIII, por el mismo motivo político: establecer un gobierno moderado, y evitar regímenes autoritarios. “El poder detiene al poder”, decía Montesquieu.

El ámbito institucional, dentro del cual se ejerce válidamente el poder público sobre las personas y las cosas, se llama jurisdicción. Por ello, los actos de los jueces tienen toda la fuerza de la ley que aplican, poseen “imperium”, y no están sometidos o subordinados a las otras ramas del poder. Y es que la justicia es un valor superior, de ahí que San Ambrosio la considerara como “fecunda generadora de las otras virtudes” y John Rawls, expresara que “la justicia es la primera virtud de las instituciones sociales como la verdad lo es de los sistemas del pensamiento”.

Por lo tanto, es indispensable la independencia de los jueces, para que “estén al abrigo de presiones indebidas…”, como dice Vladimiro Naranjo Mesa. En puridad de verdad, esa independencia propende por una impecable administración de justicia, que garantiza la permanencia del Estado de derecho, con el imperativo de amparar los derechos fundamentales.

El día en que los poderes no estén separados, no tendremos un Estado social y democrático de derecho, sino una estructura autoritaria, sin romper las apariencias constitucionales. En tal sentido la Declaración de los Derechos del hombre afirma: “Toda sociedad en la cual la garantía de los derechos no esté asegurada ni la separación de los poderes determinada, no tiene Constitución”.

Hemos asistido estupefactos a la actuación inadmisible del Presidente Uribe, que trata de distorsionar la tipificación del delito de sedición, afrentando a la Corte Suprema de Justicia, que en el curso tortuoso de los acontecimientos aberrantes del país, ha erguido valerosamente la majestad que le corresponde, el camino hacia la luz de la verdad, “una pedagogía de la esperanza”, como dice Freire.

Lo que hizo el Presidente ¡es la atroz secuela de querer tener justicia y de no honrarla!.

No hay una letra en la Carta Fundamental que autorice al Presidente de la República para descalificar las decisiones de los jueces y menos el inaudito vejamen contra la Corte Suprema de Justicia, refiriéndose al fallo que no concedió la tipificación de sediciosos a los paramilitares, como un “sesgo ideológico”. Fallo en el cual la Corte, no eludió los principios de legalidad, nacionales e internacionales.

Y bien. Para configurar los delitos políticos, se requieren dos requisitos esenciales: primero, que el bien atacado sea el Régimen Constitucional y Legal, y segundo, que el móvil de los delincuentes, sea el de buscar el mejoramiento en la dirección de los intereses públicos. Aquí, reside su dolo específico. La ausencia de uno de esos dos requisitos indispensables, hace que el delito no exista o degenere en otro.

Entonces, asimilar a delito político, el concierto para delinquir, es una posición indoctrinaria, un absurdo, y es regla hermenéutica que la interpretación de la ley jamás debe conducir al absurdo.

Sería tanto, como el acomodamiento torticero de la ley penal, a los intereses de los paramilitares, constituyendo el último eslabón en la ya larga cadena de depredaciones que identifican su estilo y modo de vida.

Se infiere el empeño de abolir la extradición, por medio de un acto del Congreso. Pero los principios que regulan las relaciones internacionales no se pueden reformar, sino por convenio de las partes o por denuncia, de acuerdo con el Derecho Internacional Público.

La Corte Suprema de Justicia, merece todo el respeto y apoyo de la nación. La historia ha demostrado que la peor desgracia que se puede cernir sobre un pueblo, es vejar a su justicia, interferirla; esta justicia confiada por la Constitución a los más ilustres ciudadanos de la patria, por ser la más altísima y noble misión.
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