Por: Gerardo Delgado Silva
Quienes somos esencialmente pacifistas por honda convicción moral, y que hemos buscado insomnemente el bien de la patria, rindiéndole culto a la ley y a la dignidad de la justicia, rechazamos como siempre la violencia y el terrorismo de la subversión y el paramilitarismo, en contubernio con la mafia. Como también esas conductas punibles desatadas a veces por miembros de la fuerza pública. Todos vulnerando las reglas del Derecho Internacional Humanitario.
A nadie sensato pueden serle extrañas estas tragedias, atadas al prejuicio, a la venganza y al odio, en escandalosa oposición a la moral cristiana, traducida en los principios básicos de nuestras leyes.
Y como certeramente dijo López Michelsen: “Nos estamos desintitucionalizando…”.
Si bien es cierto que “toda parte del pueblo puede reunirse y manifestarse pública y pacíficamente…”, como reza la Constitución, se está manipulando, utilizando, protervamente la cruzada contra el terrorismo, que nos compete a todos, para disfrazar la sed de poder del Presidente Uribe. La plausible marcha contra las FARC, emerge como un dividendo político para la segunda reelección que implicaría otra violación de la soberanía constituyente, plasmada en la Constitución, con un Estado de Derecho, para sustituirlo por un Estado autoritario.
Y bien. La narcoguerrilla es un fracaso como proyecto histórico, y los gobiernos por décadas no han desactivado las causas de fondo. No se han resuelto los problemas estructurales del agro, como la desigual tenencia de la tierra hoy en gran parte en manos de narcoparamilitares, pedidos en extradición por Estados Unidos.
Empero, si la narcoguerrilla y el narcoparamilitarismo, son deshumanizados terroristas, que diabólicamente nos agobian, dejando solo huellas de dolor; se cierne sobre nuestra patria otra clase de terror. Este, sin ametralladoras, sin motosierras, sin cilindros, sin minas infames. Es el que se oculta en las miserias e iniquidades de la Colombia marginada, que sufre la hambruna, repugnante mensajera de la muerte de incontables niños y ancianos en esas covachas que avergonzaría a los hombres de la edad de piedra. La infancia desplazada y desprotegida. Una verdadera tragedia humanitaria. Así lo considera la ONU.
Pero no se arroja luz sobre este gran conjunto de aberraciones de extrema izquierda y de extrema derecha, cuando el gobierno de Uribe apela al doble rasero para contemplar sin ponderación, la problemática desgarradora de Colombia. Ese doble criterio, ilustra hasta qué punto la caracterización del terrorismo depende no tanto de la naturaleza de los comportamientos, como de la posición de los actores.
Es decir, una violencia y terror transparentes, que no incomoda y otra con los tonos hirientes del horror.
Y en este ambiente absurdo de dislocación que sufre la sociedad, sin rumbo orientador de la convivencia, el comisionado de paz considera que: “La memoria de tales hechos –se refiere a los crímenes atroces de los paramilitares– es altamente contraproducente, pues el país no está preparado para conocer la verdad… las autodefensas fueron un error”. Y continúa: “Las víctimas son portadoras de la pasión vengativa”. Clemenceau, consideraba el error, algo peor que un crimen. El comisionado no es un delator de la verdad, sino un encubridor de la mentira que está acibarando a las víctimas, con recalcitrante perversidad. Quiere desactivar los actos de barbarie, negándoles el recuerdo, pero los perpetúa en la penumbra y el silencio, como una vivencia del manicomio. Una manera absurda y cobarde de colaborar con los verdugos.
Es un revelador siniestro junto con el Ministro de Agricultura, el Ministro del Interior y el Asesor José Obdulio Gaviria, que no puede deshacerse de la mala sombra que lo acompaña, de las patéticas palabras de Tariq Alí: “Vamos a castigar los crímenes de nuestros enemigos y recompensar los crímenes de nuestros amigos”. (El País, 20-9-01).
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