POR: HORACIO SERPA
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Engañados, reclutados, desaparecidos, asesinados. Esa fue la suerte de una veintena de jóvenes de Soacha, que murieron violentamente y le recordaron una vez más al mundo la gravedad y degradación del conflicto armado colombiano.
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Engañados, reclutados, desaparecidos, asesinados. Esa fue la suerte de una veintena de jóvenes de Soacha, que murieron violentamente y le recordaron una vez más al mundo la gravedad y degradación del conflicto armado colombiano.
Ellos salieron de sus casas un día con la esperanza de ganarse una plata fácil, trabajando en una finca o participando en un negocio ilícito, sin saber que apenas unos días después sus cuerpos yacerían en fosas comunes en Ocaña y Cimitarra, luego de ser presentados por agentes de las fuerzas militares como trofeos de guerra.
Nadie sabe exactamente qué está pasando. Nadie sabe las respuestas a tantos interrogantes que ha generado ese espectáculo macabro. Nadie sabe por qué los jóvenes de los sectores populares terminan fusilados por gente pervertida y son presentados como ilegales caídos en combate.
Las hipótesis son muchas. Se dice que fueron comprados a reclutadores a precios irrisorios para que los jefes militares de las zonas afectadas por el dominio paramilitar pudieran demostrar ante sus superiores que están cumpliendo con su labor, y así dejar actuar impunemente a esas bandas criminales.
Se habla también de que esos grupos emergentes están pagando por cada joven engañado, como ganado que se lleva al matadero para crear ambiente de seguridad. Muchachos sumidos en la pobreza, con problemas de toda índole, ilusionados con el dinero fácil, todos sin futuro. Algunos con problemas siquiátricos.
Cada hipótesis es horrorosa. Porque demuestra el alto grado de envilecimiento en que ha caído el conflicto armado interno, y la descomposición moral de algunos colombianos. El propio ministro de Defensa ruega porque las investigaciones no comprometan a los hombres bajo su mando y rechaza a quienes piden resultados a punta de cadáveres.
Lo cierto es que el mundo mira con horror lo que está pasando. Se trata de un falso positivo que mancha el sistema democrático y lesiona aún más la maltrecha imagen internacional de Colombia, el país más violento del mundo, con el mayor número de desplazados forzados, con la cuota más alta de sindicalistas asesinados.
Este caso recuerda el de la banda que mataba indigentes en Barranquilla para vender los cadáveres a un centro académico. Solo que esta vez se trata de muchachos a quienes se asesinó con la esperanza de que nadie los reclamara, ni llorara su muerte.
Colombia entera está consternada. Y no es para menos, porque no se puede estar tranquilo en la casa si los muchachos salen y no regresan, si las bandas emergentes trabajan de la mano de algunos agentes descompuestos del Estado y si la impunidad cubre ese tipo de delitos.
El Estado tiene la obligación de esclarecer los hechos, dar respuestas y hacer justicia. El Fiscal General tiene en sus manos el caso. Los resultados tienen que llegar pronto y los responsables ser castigados drásticamente. Colombia tiene que avanzar hacia la justicia. No hacerlo es seguir abriendo puertas para que la Corte penal Internacional actúe.
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Nadie sabe exactamente qué está pasando. Nadie sabe las respuestas a tantos interrogantes que ha generado ese espectáculo macabro. Nadie sabe por qué los jóvenes de los sectores populares terminan fusilados por gente pervertida y son presentados como ilegales caídos en combate.
Las hipótesis son muchas. Se dice que fueron comprados a reclutadores a precios irrisorios para que los jefes militares de las zonas afectadas por el dominio paramilitar pudieran demostrar ante sus superiores que están cumpliendo con su labor, y así dejar actuar impunemente a esas bandas criminales.
Se habla también de que esos grupos emergentes están pagando por cada joven engañado, como ganado que se lleva al matadero para crear ambiente de seguridad. Muchachos sumidos en la pobreza, con problemas de toda índole, ilusionados con el dinero fácil, todos sin futuro. Algunos con problemas siquiátricos.
Cada hipótesis es horrorosa. Porque demuestra el alto grado de envilecimiento en que ha caído el conflicto armado interno, y la descomposición moral de algunos colombianos. El propio ministro de Defensa ruega porque las investigaciones no comprometan a los hombres bajo su mando y rechaza a quienes piden resultados a punta de cadáveres.
Lo cierto es que el mundo mira con horror lo que está pasando. Se trata de un falso positivo que mancha el sistema democrático y lesiona aún más la maltrecha imagen internacional de Colombia, el país más violento del mundo, con el mayor número de desplazados forzados, con la cuota más alta de sindicalistas asesinados.
Este caso recuerda el de la banda que mataba indigentes en Barranquilla para vender los cadáveres a un centro académico. Solo que esta vez se trata de muchachos a quienes se asesinó con la esperanza de que nadie los reclamara, ni llorara su muerte.
Colombia entera está consternada. Y no es para menos, porque no se puede estar tranquilo en la casa si los muchachos salen y no regresan, si las bandas emergentes trabajan de la mano de algunos agentes descompuestos del Estado y si la impunidad cubre ese tipo de delitos.
El Estado tiene la obligación de esclarecer los hechos, dar respuestas y hacer justicia. El Fiscal General tiene en sus manos el caso. Los resultados tienen que llegar pronto y los responsables ser castigados drásticamente. Colombia tiene que avanzar hacia la justicia. No hacerlo es seguir abriendo puertas para que la Corte penal Internacional actúe.
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