Por: Horacio Serpa
Durante los últimos años la democracia en Colombia ha sido atacada por el narcotráfico, el paramilitarismo, la guerrilla, la corrupción y la descomposición de funcionarios estatales. Parapolítica, carruseles de la contratación, saqueo de entidades estatales han aumentado la desconfianza en la clase política. La existencia de una institucionalidad fuerte, que ha hecho respetar la Constitución y la ley, ha permitido sostener la democracia.
La desmovilización de más de 33 mil paramilitares y la extradición de sus jefes a los Estados Unidos parecía ser el fin de ese fenómeno criminal, que ha significado la más grave amenaza a la democracia. Más de 100 mil homicidios confesados por los ex paramilitares en el proceso de justicia y paz, el descubrimiento de miles de fosas comunes, la revelación de crueles métodos de exterminio de los campesinos, líderes sindicales y de oposición, jueces y dirigentes sociales, dan fe de la hecatombe humanitaria.
Más de cuatro millones de desplazados son la prueba viva de que el país ha atravesado la guerra en un estado de negación permanente de su tragedia. La crisis de justicia y paz que solo ha condenado a un delincuente, es un gran interrogante para nuestro futuro y la paz que necesitamos.
Amparados en los abusos de la guerrilla y la ineficiencia del Estado, los paramilitares se tomaron la política e impusieron con sus métodos de terror en más de medio país. La democracia local fue secuestrada por esos criminales con la complacencia de sectores descompuestos de la clase política, que hicieron pactos con el diablo y contribuyeron al saqueo de las finanzas públicas. Alcaldes impuestos por las armas, previo asesinato de los contendores o el exilio de la oposición forman parte de nuestra realidad. Esa afrenta tiene que superarse.
El ministerio del Interior ha advertido que ese fenómeno puede repetirse y ha encendido las alarmas en cientos de municipios. La parapolítica sigue viva, porque aún hay muchas regiones en donde esas fuerzas siguen siendo el poder real e impondrán sus candidatos a sangre y fuego, con ríos de dinero. Hay que superar esa oscura amenaza. El país no puede perder la batalla por la depuración de las costumbres políticas y la construcción de un Estado más fuerte, donde opere la justicia, se imponga el control del territorio y haya equidad, solidaridad y convivencia. Donde sea fuerte la democracia participativa y se construya todos los días el fin del conflicto armado.
El desmonte del paramilitarismo es una prioridad. Las elecciones regionales serán un termómetro para medir el impacto de las directrices trazadas por el presidente Santos para eliminar esos grupos, con la que estamos comprometidos gobernadores y alcaldes.
Pero esa tarea tiene que darse más allá del aspecto militar. Se necesita construir una sociedad civil organizada que denuncie y encuentre el apoyo de un aparato de justicia eficiente y una Fuerza Pública diligente. También de partidos políticos fuertes, comprometidos con la superación de viejas prácticas. Lo que estará en juego en las próximas elecciones es la democracia y la garantía de nuestra supervivencia como sociedad.
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