sábado, 28 de mayo de 2016

Un amigo prominente

                  Trafugario
             Escribe: Jose Óscar Fajardo

Ya va a ser un mes que murió un brillante escritor de este país y un gran amigo de por lo menos media Colombia. Creo que ya dedujeron que me estoy refiriendo a Fernando Soto Aparicio. Yo me di el lujo de ser amigo personal, hasta llegar a bebernos unos aguardienticos en Chiquinquirá, en el Encuentro Nacional de Escritores “Jetón Ferro”, o en Ráquira y Villa de Leiva en las excursiones que suele ofrecer la organización. En Ráquira hace cuatro años nos empacamos numerosos niquelados en compañía de Javier Ocampo López, historiador escritor, y entre tantos otros oficios, presidente de la Academia de Historia de Boyacá. Chucho Stapper no estuvo ausente, lo mismo que José Luis Días Granados.  Hizo falta Javier Félix, poeta, para completar el combo de Santander. Fernando Soto era un hombre muy cálido y muy noble, además que un genio de la literatura si se tiene en cuenta que empezó a escribir a sus seis años en una vetusta Remington que tenía su abuelo, notario de Santa Rosa y también escritor. Su madre le había enseñado a leer a los cinco años y a los nueve leyó por primera vez Los Miserables, esa prodigiosa novela del francés Víctor Hugo, la cual influyó en su trabajo durante muchos años. Fue el libro que lo llevó a ser escritor, contaba él mismo. Pero lo más increíble de la capacidad escritoral y de producción, es el hecho de que a los 10 años de edad, todavía un niño de balones y bicicletas, haya escrito dos novelas del corte de su maestro Víctor Hugo y muy parecidas a Los Miserables. Claro que en Soto Aparicio también influyó mucho Alejandro Dumas y Emile Zolá. “Eran cosas de capa y espada pero tenían cosas muy  mías; del amor, de las peleas, de un París que yo me imaginaba. Pero en una de esas desesperanzas grandes que a uno le dan en la vida, las quemé”. Luego el periodista que lo estaba entrevistando le preguntó ¿A esa edad por qué se siente desesperanza? No lo recuerdo, respondió. Fue como una angustia, una tristeza. Todo el mundo vaticinaba que era una vida fracasada la de un escritor porque era una profesión de drogadictos, borrachos, peligrosos mala clase”. Pero lo cierto es que el futuro escritor, dejó para siempre el estudio por dos cosas. “Primero porque no podía hacer gimnasia, una clase importantísima que daba un sargento, pero yo no podía saltar una cerca ni hacer una flexión, y las flexiones importaban más que las reflexiones. Segundo, porque me enamoré de una profesora de matemáticas: una señora de 18 años toda bonitica, con unas blusitas chiquitas y unas falditas cortas. Yo nunca miraba al tablero. Entonces dejé el estudio. Mejor dicho, nunca volví a un colegio, porque yo nunca he dejado de estudiar”. Fernando Soto era un hombre refinadamente divertido, ameno, armamento que sin duda alguna le sirvió para conquistar muchas mujeres que, dicho por él, era el talón de Aquiles de su corazón. Pues dicen los epistemólogos del amor que, cuando un hombre hace reír a una mujer con toda la donosura, ya está en su corazón.  “Ellas y yo”, es el título de su última novela que unos días antes de su muerte intentó terminar. Con ella hubiera completado setenta y dos. Y a un tipo de estos, con 72 novelas a las costillas, se le deben rendir todos los homenajes. Como decir, los cinco Doctor Honoris Causa que recibió. El pesar que me queda es que nunca pude llevarlo a Barbosa, porque en los encuentros de escritores que inventaba todos los años, nunca nadie me respaldó. 

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