Mario González Vargas
El COVID-19 obliga a los
gobiernos a actuar en escenarios que desbordaron todas sus previsiones sin
contar con derroteros seguros para superar el inmenso desafío que el virus
implica para la vida y su conservación. Ese desconcierto se acentúa ante la
indescifrable naturaleza y componentes del virus que exige asumir riesgos
fríamente analizados y ponderados para su detención y erradicación. La
inventiva y resiliencia de la humanidad han logrado siempre, no solamente salir
airosas de las amenazas que ha confrontado, sino también extraer de sus
victorias factores de renovación e innovación que han abonado el progreso de la
humanidad. Nos corresponde hoy no ser inferiores a ese legado.
En ese combate es preciso
deponer intereses, vanidades y egolatrías, que solo contribuyen a la expansión
del flagelo y a la dispersión de esfuerzos y acciones. La defensa de la vida
implica, a la vez, procurar su conservación y asegurar los elementos de su
subsistencia. Erigir en dicotomía lo uno con lo otro, con inocultable pero
también perverso propósito político, constituye la más torpe estrategia hasta
para las más insondables y ambiciosas aspiraciones personales. Quienes
presentan la preservación de la vida como incompatible con la producción de los
bienes que la hacen perdurable, no solo conspiran contra sí mismos, sino que
también apuntan a corroer la autoridad del Presidente en momentos que exigen
unidad y concertación. Todos los gobiernos intentan afanosamente reabrir paulatinamente
las actividades productivas para evitar colapsos de los cuales sus países
difícilmente se repondrán. Cada cual lo intenta de acuerdo con sus propias
condiciones políticas, sociales y económicas, que implicarán acciones y
calendarios diferentes, pero con el objetivo común de superar los efectos de la
pandemia.
Carece de sentido la actitud
de la alcaldesa de Bogotá de desafío permanente a las decisiones
presidenciales, que no ventila en cada ocasión en que es personalmente
informada por el presidente, sino con posterioridad, con toda la truculencia
que la caracteriza y segura del coro ruidoso de sus correligionarios políticos.
Pierde credibilidad y revela una inexperiencia en asuntos de gobierno que no
favorecen sus incontenibles aspiraciones políticas. Si se atendieran sus
reclamaciones, se apagaría la oferta y demanda de bienes, y se acrecentaría la
violencia e inseguridad en una población con hambre y sin ingresos.
Su tarea es velar por el respeto de las normas y
protocolos exigidos para las primeras excepciones a la cuarentena general y en
esa tarea aspiramos a que sea exitosa. Y puede serlo, si así lo quiere, como lo
sugiere su carta del viernes último al presidente. De no persistir en ese
propósito, estaría sembrando incertidumbre y condenada a sumar a su
inexperiencia el esoterismo, tan propio hoy de los gobiernos de izquierda en el
continente. Todos debemos entender que sin unidad no hay paraíso.
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