Mario González Vargas
Se dice comúnmente que la
Historia es maestra y que ignorarla condena a las sociedades a la repetición de
sus más indeseables capítulos. El pasado es en efecto un organismo de siglos,
cuyo conocimiento ambiciona avizorar el futuro y contribuir a su realización.
Por ello, las obras maestras de la historiografía acuden al examen del pasado
para desentrañar el potencial que las acciones, hechos y realizaciones de
antaño pueden devenir en el ignoto futuro. Permite así que la imagen del mundo
pasado inspire al hombre en la construcción de mundos y sociedades mejores.
Ello explica el que la memoria histórica haya cumplido un papel esencial en el
desenvolvimiento de las civilizaciones que ha estimulado la crítica
constructiva de sus falencias y con ello el germen creador de sus más notorias
elaboraciones culturales.
Hoy, en el escenario de la
civilización occidental, el derribo y la decapitación indiscriminados de
estatuas levantadas para la recordación de hechos, gestas y personajes de su
historia, denotan una radical ruptura en el proceso de transmisión entre
generaciones de una cultura común y de una memoria colectiva, que se expresa
con violencia y arrogancia inauditas y corresponde al grado de barbarie que
engendra la ignorancia de los bienes de su cultura y civilización. Es la
pretensión de construir una nueva ideología nihilista, por su naturaleza
radical, que hoy asoma en el mundo occidental, y que se nutre del
desconocimiento de la complejidad de la historia y de los valores que han
permitido el crecimiento social, político, económico, científico y tecnológico
de las sociedades humanas. Ese ideologismo activista que proscribe la
conciencia y con ella el conocimiento, solo apunta a la destrucción final de un
mundo que él no se siente capaz de elevar a más altos valores y estados de
sabiduría. Por ello, no es de extrañar que cuestione con violencia toda la
historia, como si de sus cenizas pudieran las sociedades renacer más humanas,
vivificantes y superiormente creativas. Cuanto quisiéramos que los que derruyen
estatuas comprendieran que, en vez de destruir, les correspondería aportar
siquiera algo de los bienes culturales que les debemos a los que ellos
bárbaramente decapitan, Pero en el horizonte de esas hordas no hay espacio para
la creación, porque la devastación que persiguen responde al irracional
objetivo de expiar sus monumentales carencias.
La sociedad que borra su
pasado compromete su porvenir. No hay un solo ejemplo que nos indique que del
olvido de lo que hemos sido se engendrarán los nuevos valores que identificarán
a las organizaciones sociales y a las culturas del futuro. Desterrar el pasado
de la aventura humana significa que el porvenir se convertiría en el ejercicio
estéril de retrotraer al ser humano al mero dictado de sus instintos, que no le
alcanzarán para escuchar los mandatos de su espíritu. Las democracias se
enfrentan al mayor flagelo que han confrontado. De su destrucción sistemática
no quedarán ni siquiera sus rastros.
Tanta estupidez confirma que las civilizaciones expiran por razón de sus
propias culpas.
Ajuste de contenido y
diagramación: bersoahoy.co
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