El cambio es consustancial al ser humano porque corresponde a la transformación permanente e ineludible que lo acompaña desde el nacimiento hasta la muerte. Por ello, busca afanosamente expresarse con la búsqueda de dimensiones superiores de comprensión e inteligencia, con la ilusión de alcanzar estadios de superación y ambicionar metas elevadas en el desenvolvimiento de la especie humana, que apunten a la construcción de sociedades solidarias, organizadas en Estado diseñados para la convivencia pacífica, el bienestar físico, la elevación moral y el disfrute igualitario de todos los bienes que la naturaleza provea y el espíritu dispense. Son las utopías las que direccionan los cambios y determinan sus bondades o sus fracasos, en ejercicios que suelen terminar en replicar las labores que marcaron la condena de Sísifo.
El proceso electoral estuvo marcado por un afán de cambio que se vino acumulando a medida que el ejercicio de la política se fue degradando sin consideración a los crecientes retos y amenazas para todos los colombianos. Se produjo así la acumulación de diversos desafíos políticos, sociales, económicos, ambientales y de seguridad ciudadana y nacional, que no podrán resolverse con terapias extraídas de utopía que ha malgastado su halo redentor en fracasos sucesivos, con costos inauditos para la legitimidad institucional y la vida misma. Los 23 millones de colombianos que votaron confirmaron ese insoportable cansancio con usanzas y comportamientos que hicieron de la política un ejercicio reprobable, a veces inmerso en el código penal, que ahuyentaron todo sentimiento de esperanza y con ello toda posibilidad de recuperación. El acuerdo nacional no puede revivir las reparticiones del poder que generaron la rabia y el repudio ciudadano. La política es el arte de lo posible, no la práctica de lo imposible a los ojos de los ciudadanos. Un acuerdo sobre lo fundamental no se logra simplemente con la simple aritmética para asegurar mayorías en el Congreso o elegir sus presidentes, ni puede despacharse con la sola afirmación de desarrollar el capitalismo en Colombia, sin ahondar en las acciones que lo hagan posible y estimulen la recuperación de la confianza en el fortalecimiento de la democracia y de sus libertades, en el respeto de los derechos que de ellas se desprenden y en el control del territorio por el estado que permita el goce pacifico de los mismos, fortalezca la seguridad ciudadana y preserve la seguridad nacional. Por ello, la primera y más convincente señal del rumbo del gobierno y de la definición de sus metas dependerá principalmente de la configuración de su gabinete y de la designación del Canciller y de los ministros de Hacienda, Defensa e Interior. El primero debe encarnar la diversidad cultural y étnica de la nación en un hemisferio diverso, y cuidar en un mundo globalizado las relaciones con las potencias orbitales. El segundo, despertar confianza en todos las agencias y agentes nacionales y extranjeros de la economía. El tercero, velar por la seguridad nacional y ciudadana, y el cuarto procurar que la política recupere sus más altos estándares. Ello para que el cambio no sea una utopía fallida.