A escasos días de la primera vuelta presidencial se acumulan las amenazas sobre nuestra democracia, sin que ellas despierten la necesidad de conjurarlas con acciones apropiadas a su naturaleza y peligrosidad.
Desde el 14 de marzo, no se han resuelto las irregularidades electorales. Solo se cuenta con la tutela presentada ante el Tribunal Administrativo de Cundinamarca, en la que se solicita recontar la totalidad de la votación de Congreso que, de ser aceptada, permitiría subsanar los monumentales errores de la Registraduría, que han multiplicado las sospechas de falta de transparencia y hubiesen merecido la suspensión del registrador. Además, sorpresivamente miembros del Pacto histórico reconocieron la ominosa infiltración de la campaña del candidato Gutiérrez y las siniestras conspiraciones para demoler las candidaturas rivales de Fajardo y Gutiérrez, delitos que no han ameritado apertura de las indagaciones judiciales pertinentes.
A la prevención ciudadana por la maltrecha transparencia electoral, se han sumado la perpetración de agresiones en el debate, y la irrupción de la violencia del Clan del Golfo, con su poder criminal en vastas regiones, facilitada por la incapacidad del Estado en el control del territorio, y alimentada por los que quieren valerse de ella para acceder al poder. Álvaro Leyva, instigador de todos los procesos de paz, es el encargado de promover uno más, que califica de “integral”, con todos los grupos armados, y que Petro acoge incluyendo a los corruptos y caracterizándolo como la segunda oportunidad para todos los violentos, sean carteles de la droga, disidencias de las Farc o “paracos” de toda estirpe y denominación, generosamente invitados a un “gran pacto por la convivencia”. Un proceso similar al adelantado con las Farc, que incorporaría los protocolos firmados para esa ocasión, y que abarcaría el sometimiento colectivo a la justicia a cambio del abandono del narcotráfico, bajo el manto de una nueva JEP, y complementada con la revisión de la extradición. Configura así su propuesta de “perdón social”, que busca valerse del activismo electoral de violentos, corruptos y solicitados en extradición, o candidatos a serlo, para que sirvan de pilar de una nación que renuncie al valor supremo que encarna la justicia en una sociedad de libertades y garante de los derechos fundamentales de los ciudadanos. El precio de la nueva paz implicaría la capitulación de los valores democráticos y el sometimiento de la población a la voluntad de autoridades sin control, que harían de la legalización de la droga el nuevo instrumento de dominio social.
Petro, en arranque de paroxismo ególatra, viene anunciado lo que se propone hacer. Ya no se trata solamente de privarnos de fuentes de energía, de confiscar las pensiones y expropiar propiedades, de prometer la ilusión de empleo para todos y de emitir dinero para cubrir los gastos del Estado, sino también de instalar una oclocracia totalitaria sin final. Se ha percatado que permanecemos sordos, mudos y ciegos, y sabe que el sistema de libertades puede derrumbarse por culpa de sus propios errores. Se nos agota el tiempo para rescatar el destino que nos quieren enajenar.