Colombia, miércoles 19 de noviembre 2008
POR: HORACIO SERPA
El 10 de diciembre de 1948 se firmó en París la Declaración Universal de los Derechos Humanos, como un mandato de la humanidad por la justicia y la igualdad. A pesar de la buena voluntad de muchos dirigentes y líderes mundiales, desde entonces, nunca han dejado de existir guerras, genocidios, desigualdad, exclusión, intolerancia, torturas, hambre, pobreza, discriminación. Colombia no es la excepción.
No es mucho lo que hay que conmemorar. Los derechos humanos siguen atrapados en los vericuetos de la guerra. Paramilitares, guerrilleros, narcotraficantes y hasta agentes del Estado, los violan con sevicia en todas partes. Por ello, estamos en la mira de la comunidad internacional. Somos el país número uno en desplazamiento forzado. Casi cuatro millones de compatriotas han sido víctimas de ese flagelo y cargan a cuestas con su drama sin que el Estado, ni la sociedad, se apiaden de su desgracia.
Torturas, desapariciones, masacres, reclutamiento forzado, ejecuciones extrajudiciales, forman parte de ese oscuro panorama, cuyas cifras impactan y avergüenzan. Las poderosas ONG de derechos humanos, los organismos intergubernamentales, los medios de comunicación internacionales miran a Colombia como una nación depredadora y colapsada. Tienen razón. Es enorme el desprecio por la vida, la dignidad y la libertad. Las cifras son elocuentes.
Según Human Rights Watch, en Colombia han ocurrido en los últimos años más violaciones a los derechos humanos que en la dictadura de Pinochet. De ese tamaño es nuestra imagen internacional. Así se habla de Colombia en Washington. Y la respuesta a cada informe de HRW, Amnistía Internacional, WOLA, Naciones Unidas o cualquier agencia intergubernamental, es una catarina de argumentos poco creíbles, porque nada cambia y las condiciones internas siguen empeorando año tras año.
La acción de los grupos paramilitares se ha convertido en la mayor amenaza a nuestra democracia. Sus métodos sanguinarios aterran al mundo. El número de sus víctimas sigue sin cuantificarse, pero se sabe que cientos de miles de colombianos han muerto de la peor forma a manos de esos criminales, que se han apoderado de la conciencia, la vida, los dineros y los
designios de la mitad de los municipios del país y han infiltrado las agencias del alto gobierno, como el DAS y la Fuerza Pública.
El proceso de justicia y paz no ha servido, por desgracia, para eliminar esa amenaza, que se reproduce como un cáncer por todas partes. El país entero sigue esperando verdad, justicia y reparación. Pero los masacradores y ordenadores de crímenes de lesa humanidad siguen sin pagar por sus culpas. En las cárceles de Estados Unidos purgan penas por sus delitos como narcotraficantes. La CPI los espera por los delitos de lesa humanidad.
Los falsos positivos han sido el peor golpe para la credibilidad de la Fuerza Pública. Está bien que los militares sigan preocupándose por respetar los derechos humanos. Bien se hace exigiendo resultados. 60 años no son nada, sobre todo, cuando hay tan poco por celebrar.
Fuente: Mónika María Leal Abril Jefe de Prensa y Comunicaciones Gobernación de Santander. Volver a Inicio >
POR: HORACIO SERPA
El 10 de diciembre de 1948 se firmó en París la Declaración Universal de los Derechos Humanos, como un mandato de la humanidad por la justicia y la igualdad. A pesar de la buena voluntad de muchos dirigentes y líderes mundiales, desde entonces, nunca han dejado de existir guerras, genocidios, desigualdad, exclusión, intolerancia, torturas, hambre, pobreza, discriminación. Colombia no es la excepción.
No es mucho lo que hay que conmemorar. Los derechos humanos siguen atrapados en los vericuetos de la guerra. Paramilitares, guerrilleros, narcotraficantes y hasta agentes del Estado, los violan con sevicia en todas partes. Por ello, estamos en la mira de la comunidad internacional. Somos el país número uno en desplazamiento forzado. Casi cuatro millones de compatriotas han sido víctimas de ese flagelo y cargan a cuestas con su drama sin que el Estado, ni la sociedad, se apiaden de su desgracia.
Torturas, desapariciones, masacres, reclutamiento forzado, ejecuciones extrajudiciales, forman parte de ese oscuro panorama, cuyas cifras impactan y avergüenzan. Las poderosas ONG de derechos humanos, los organismos intergubernamentales, los medios de comunicación internacionales miran a Colombia como una nación depredadora y colapsada. Tienen razón. Es enorme el desprecio por la vida, la dignidad y la libertad. Las cifras son elocuentes.
Según Human Rights Watch, en Colombia han ocurrido en los últimos años más violaciones a los derechos humanos que en la dictadura de Pinochet. De ese tamaño es nuestra imagen internacional. Así se habla de Colombia en Washington. Y la respuesta a cada informe de HRW, Amnistía Internacional, WOLA, Naciones Unidas o cualquier agencia intergubernamental, es una catarina de argumentos poco creíbles, porque nada cambia y las condiciones internas siguen empeorando año tras año.
La acción de los grupos paramilitares se ha convertido en la mayor amenaza a nuestra democracia. Sus métodos sanguinarios aterran al mundo. El número de sus víctimas sigue sin cuantificarse, pero se sabe que cientos de miles de colombianos han muerto de la peor forma a manos de esos criminales, que se han apoderado de la conciencia, la vida, los dineros y los
designios de la mitad de los municipios del país y han infiltrado las agencias del alto gobierno, como el DAS y la Fuerza Pública.
El proceso de justicia y paz no ha servido, por desgracia, para eliminar esa amenaza, que se reproduce como un cáncer por todas partes. El país entero sigue esperando verdad, justicia y reparación. Pero los masacradores y ordenadores de crímenes de lesa humanidad siguen sin pagar por sus culpas. En las cárceles de Estados Unidos purgan penas por sus delitos como narcotraficantes. La CPI los espera por los delitos de lesa humanidad.
Los falsos positivos han sido el peor golpe para la credibilidad de la Fuerza Pública. Está bien que los militares sigan preocupándose por respetar los derechos humanos. Bien se hace exigiendo resultados. 60 años no son nada, sobre todo, cuando hay tan poco por celebrar.
Fuente: Mónika María Leal Abril Jefe de Prensa y Comunicaciones Gobernación de Santander. Volver a Inicio >
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