Por Horacio Serpa
Plantear una nueva Constituyente cada vez que a alguien o a algún grupo se le ocurre que el Congreso no puede aprobarles las leyes que necesitan se ha vuelto una costumbre. Pero la verdad es que todo, menos una Constituyente, es lo que necesitamos hoy en Colombia, especialmente, si se trata de buscar un artículo que permita la reelección indefinida.
La idea surgió en los últimos días a raíz de las dificultades que han tenido los amigos del referendo para que se permita un tercer mandato presidencial consecutivo. La iniciativa no cayó bien en muchos sectores, especialmente en los versados en constitucionalismo, que entienden que se trata de un proceso largo y dispendioso que necesita mayor tiempo, múltiples consensos y un andamiaje financiero y político mayúsculo. Cosas que no se ven en el horizonte.
La Constituyente es un acuerdo social que permite construir nuevas reglas de juego democrático. No se convoca para favorecer a una sola persona o un sector político, económico, étnico, militar o irregular. Se trata de que todos los ciudadanos se sientan a gusto con las nuevas reglas, precisamente porque han estado presentes en cada uno de los pasos que han permitido ese escenario.
La Constituyente no es, ni puede ser, una imposición casuística, ni de los sectores más influyentes y poderosos, que buscan saltar los caminos normales para tramitar sus demandas específicas y sectoriales.
Cuando en Colombia se convocó la Constituyente de 1991, se vivía un fervor renovador de las costumbres políticas y un amplio sector de jóvenes universitarios quería participar y dejar huella. La Constitución de 1886 resultaba caduca. Pero sobre todo, el país se hallaba transitando el camino de la paz y la reconciliación, y participar en la Constituyente era una condición insalvable para firmar los acuerdos de paz y la desmovilización. Seis mil guerrilleros dejaron las armas y se acogieron a la institucionalidad gracias a ese acuerdo político. La Constituyente fue el camino de la paz.
Ese proceso fue histórico precisamente porque significó un amplio consenso nacional, en el que todos los sectores se vieron representados. Indígenas, negros, ex guerrilleros, estudiantes, sindicalistas, maestros, partidos políticos. Allí trabajamos cinco meses diseñando un nuevo país, con reglas de juego que permitieran soñar con la reconciliación, la equidad, la solidaridad, la participación ciudadana, la integración latinoamericana.
Si bien la Constitución de 1991 ha sido desmontada gradualmente, y sus enemigos han logrado avances, su espíritu sobrevive y sus guardianes no se rinden ante el poder intimidatorio de las encuestas, especialmente los miembros de las Altas Cortes, que han logrado mantener el Estado de derecho y sostener el andamiaje constitucional.
No creo oportuno pensar hoy en una nueva Constituyente. Resulta un exabrupto. Sobre todo si no hay en el horizonte un proceso de paz, ni un deseo popular de reformar las instituciones políticas o las relaciones de poder en el seno de nuestra sociedad. Es un mero embeleco en el que nuestra democracia no puede caer.
Bucaramanga, 17 de Junio, 2009 - Volver a Inicio >
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