-------------------------Por Gerardo Delgado Silva
Lo que caracteriza el Estado de Derecho – al que aspira toda organización política de tipo constitucional, y muy especialmente la republicanodemocrática - , es la sujeción de toda actividad gubernativa al imperio inexcusable de un determinado orden jurídico.
Y es que los principios constitucionales son, ante todo, contornos éticos dentro de los cuales deben encausarse los poderes ordinarios del Estado. ¿No fue acaso fraudulenta e inconstitucional la reelección de Uribe?
Con la “Seguridad Democrática” creó un vicioso ambiente de apaciguamiento, encaminado a hacer creer en la conciencia pública artificiosamente, que se estaba cumpliendo con el reencuentro de la paz total, las formas civilizadas de vida y el desarrollo del pueblo. Como el problema lo consideró personal, extinguió la institucionalidad y olvidó escandalosamente, que el Estado debe asegurar la intangibilidad de la vida y la dignidad humana consagradas como un fin y valor supremo por la Constitución Nacional.
Ahora bien. El mecanismo inconstitucional del pago de recompensas por el resultado, implicó los crímenes de lesa humanidad, insólitamente señalados como “falsos positivos”, en más de dos mil humildes jóvenes inocentes de la patria.
Uribe, paralelamente, sacó a la luz sus marcados rasgos policiales, e instauró por medio del DAS, la modalidad malsana y criminal de interceptar a un sinnúmero de personajes, entre ellos nada menos que a los Magistrados de la Corte Suprema de Justicia. Y persistió en vilipendiarla, con el sabor de enojo, por administrar justicia a los “parapolíticos”, sus electores, comprometidos en genocidios que representan los más inhumanos actos, similares a los de la guerrilla, que se hayan cometido en la patria, a la cual dizque querían “refundar”, en acuerdo con los paramilitares.
No le importó al presidente, cuánto representa y significa la justicia en la vida social de una nación.
En esta sentina del gobierno de Uribe, el campo se vio más desprotegido que nunca, ante la apropiación ilegítima, de más de cinco millones de hectáreas, ganadas a sangre y fuego por los paramilitares, que convirtieron masivamente a millones de campesinos honestos y trabajadores en parias desplazados, cuando no asesinados o desaparecidos. Comportamientos de cuya exacta dimensión no tiene pleno conocimiento el país, por estar sumergido de repente en el averno de la ceguera colectiva.
La fementida “Ley de justicia y paz”, no es un símbolo de ésta, sino de escarnio y befa al orden jurídico y a la verdad, con el impacto tenebroso que ha cortado en dos la historia nacional.
Los paramilitares sabían a ciencia cierta que no serían sujetos de sentencias ejemplarizantes, que seguirían en su vasto imperio criminal, edificado en concierto con los narcotraficantes. Se les forjó la gran ola de impunidad, para la gravedad de sus crímenes. Las extradiciones fungen como privilegios para los jefes paramilitares que diluye la reparación justísima de las víctimas. Es decir, apeló Uribe a la filosofía de Tariq Alí, citado en otro escrito mío: “vamos a castigar los crímenes de nuestros enemigos y recompensar los crímenes de nuestros amigos” (El país, 20-9-01).
Desmovilizados y legitimados, llegaron a tal punto de incrustarse dentro del Estado, pues se sepultaron en ese gobierno los atributos y virtudes que creíamos imperecederos. Podemos afirmar que es una nueva forma de insultar a las víctimas silenciadas en su desolación, y por tanto, una manera absurda y cobarde de colaborar con los verdugos.
Entre tanto, se consolidaron los paramilitares como empresarios de plantaciones de palma africana, verbi gratia en Cuvaradó y Jiguamiandó, con ostensible violación de los derechos fundamentales de los territorios afrocolombianos.
Y, ¿Qué decir de los oprobiosos hechos punibles llevados a cabo por el facineroso exministro Arias, en el gran valse de “Agro Ingreso Seguro”; del depravado atropello a las víctimas desplazadas cometido en Carimagua; de la impúdica “Zona Franca”, montada por los hijos del presidente, con desafecto a la ley y a la moral; del olvido completo de que el Estado tiene que velar incansablemente, insomnemente, para que haya trabajo para todos, pues la dignidad de la persona lo requiere; del desconocimiento de las precarias perspectivas de acceso a la educación, las asimetrías acentuadas, la exacerbación de desigualdades, el fomento de marginaciones; de la inmisericordia con los millones de seres que se confunden con la basura; de la concentración escandalosa de la riqueza; del alud del clientelismo corrompido, como en algunas notarias; de la violación de la soberanía hincada en el acuerdo de las bases con Estados Unidos, naturalmente inconstitucional.
El poder ha demostrado siempre su podredumbre, pero nunca como en los ocho años de gobierno de Uribe, había revelado con tanto cinismo su perversión. Desposeyó en fin a Colombia, del solio de “potencia moral”, con que tantas generaciones virtuosas la honraron durante muchos años.
Ante esta honda dislocación que sufre la sociedad colombiana, ante las sentidas razones de queja, ¿Cómo no darle gracias a Dios por permitirnos un estado espiritual nuevo, con un gobernante que se rodeó de esclarecidos ministros, exceptuando al undívago de defensa; que nos muestra horizontes distintos; que se ha comprometido ante la patria y el mundo entero a desempeñar eficazmente su función dirigida al bien común de todo el pueblo? Aun cuando Santos proviene de las huestes de Uribe, -que nos permite experimentar reservas-, la diferencia alucinante ya se nota. Nos encontramos ante la asunción consciente del inmenso reto que le han planteado los ocho años de oprobioso olvido y desprecio del Estado de Derecho.
Ha llegado el momento de combatir el mal, y nadie con buena voluntad pueden negarse a colaborar, sea cual sea el sitio en la comunidad. Es el instante preciso de iniciar esa gran cruzada, para cumplir la enorme tarea de reconstruir a Colombia, moral y materialmente.
Cuenta el Presidente, con el faro de dignidad de su tío abuelo Eduardo Santos, que se confunde con la imagen de la patria, por sus virtudes que representan el gobierno más completo, benéfico y creador que se registra desde el general Santander.
Nuestra esperanza, que no cejamos en alimentar, es la de que el nuevo gobierno no resulte inferior a la inmensa misión que le ha señalado la historia. Solo de brazo con los principios éticos y jurídicos, viejos de siglos, milenarios mejor se puede lograr una sociedad prospera. Ya probamos lo contrario y sus desastrosas consecuencias están a la vista.
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