TRAFUGARIO
Al
alcalde anterior del Manicomio más grande del mundo, me refiero al municipio de
Barbosa, Santander, la tierra que me vio nacer dado que soy legítimo barboseño
y por lo tanto tengo derecho a comentar, siempre le reclamé por qué en este
municipio se hacía más ruido que en cualquiera otro del Departamento. Y le di
pruebas fehacientes de que, relativamente, era verídico, e incluso que en horas
de la noche y hasta el amanecer, en ciertos sectores de la ciudad, el problema
era aún más verraco. En una de tantas ocasiones que de manera muy respetuosa y
amigable le hice alusión al caso, vean la perla que me contestó: “Mire, periodista.
Lo que pasa es que Barbosa es una ciudad muy alegre y moderna y está llena de jóvenes y los jóvenes son ruidosos”. Con
esa dialéctica barata me contestó el aludido exmandatario. Yo, al ver que era
en serio que me lo decía y que no era mamando gallo, por poco me despellejo de
la incredulidad. Le expliqué que uno de los derechos más importantes del ser
humano era el derecho a la Paz y que el silencio, o el no ruido, era uno de los
poderosos pilares de la Paz. Por ejemplo el derecho a dormir en paz, y esa paz
no es otra cosa que el silencio, le recalqué. Pero eso era como hablarle a un
loro de física nuclear. Lo que más me
causaba desazón y aún me la causa, es que al silencio se le rinde culto en las
naciones más civilizadas, por no decir que en los países de más alto nivel y
calidad de vida. El respeto al silencio no solo es una refinada cultura sino un
especial modo de vida.
Hoy
en El manicomio más grande del mundo la cosa sigue igual, o de pronto se ha
agravado por la llegada, quien va a creerlo, de tanto muchacho estudiante y de
tanto transeúnte. Porque en eso sí estoy de acuerdo y es que los muchachos son
demasiados ruidosos. Pero eso no hace que el ruido sea culto o una excelsa muestra de progreso. Es al revés. Casi todos
los días de la semana hay mínimo un vehículo con ruido circulando por las calles de la ciudad. La
publicidad se hace a todo el volumen que den los equipos de sonido y peor aún,
sin tener en cuenta que ese tipo de “publicidad”, en vez de sumar adeptos los
ahuyenta. De la misma manera casi todas las noches hay mínimo un carro de ruido
con música a altísimo volumen, y en muchas ocasiones en horas del amanecer. En otras se instalan frente a residencias
familiares y allí dan rienda suelta a sus instintos primarios mediante los
cuales fluye el complejo reptiliano, es decir el instinto más primitivo de los
seres humanos. De golpe el más salvaje. Todos los sectores de la ciudad son
vilipendiados de esta manera, pero en especial algunos sitios de la carrera
novena como en la denominada zona rosa, y sobre todo en las escalas a la
entrada del callejón de las señoritas García frente al banco Colombia. Ese
punto se ha convertido, por las “leyes del modernismo y la juventud”, en
verdaderas cuevas de Rolando, como en la novela de Ludovico Ariosto, en
vulgares amanecederos, y ninguna autoridad competente toma medidas drásticas.
Bonches, gritos, envases rotos, reyertas pasionales, restos de empaques de
comidas, pedazos de CD y excrementos y orines por todas partes. ¿Y qué? Píntela
si no le gusta.
¿Y el ruido de las
motos y de los carros locos que cada día más son una epidemia parasitaria quién
la controla? Y sólo se trata de hacer cumplir el Código de Policía.
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