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martes, 6 de abril de 2021

La Disyuntiva en las Elecciones del 2022

Mario González Vargas

En medio del torbellino de violencia que sacude al país, resulta aconsejable interrogarse sobre los alcances del acuerdo de paz suscrito por el gobierno de Juan Manuel Santos con las Frarc-Ep, supuestamente diseñado para poner fin a décadas de confrontación armada y proveer a Colombia de los beneficios de una paz duradera y sostenible. Ese cautivante espejismo sirvió de falaz justificación para desconocer el resultado del plebiscito y la adopción del “Fast Track” para la conversión de sus disposiciones en normas constitucionales teóricamente destinadas a convertirnos en un paraíso de paz, y fraternidad.

El resultado no pudo ser más frustrante, como que las desproporcionadas concesiones consentidas a las Farc se materializaron en sistemáticos incumplimientos y nueva violencia, tan cruenta como la vivida por décadas, pero más esparcida por el territorio que el gobierno Santos no quiso recuperar para la institucionalidad, y que se vio cooptado por nuevas organizaciones criminales que se disputan el control de las rentas del narcotráfico, potenciadas por los perversos incentivos a los cultivos ilícitos pactados en la Habana y por la injerencia, complicidad y protección brindada por el régimen de Maduro, hoy la mayor amenaza que confronta la seguridad nacional. Ello atrajo a los más ambiciosos de las filas farianas, que prefirieron sumar esos nuevos réditos a las cuantiosas sumas legalizadas a la sombra del acuerdo de paz, con las que se contentaron los que, como Timochenko, optaron por un dorado retiro de la actividad criminal. Estos últimos, sumaron la formación de un partido político, curules en el Congreso e impunidad a sus delitos de lesa humanidad y crímenes de guerra, dispensada por una justicia diseñada con ellos y para ellos. Todo ello explica sus incumplimientos a las obligaciones contraídas en el acuerdo firmado, seguros además del desinterés de la comunidad internacional que prefiere pasar la página y enfrentar los nuevos retos globales que la acechan. Nada de verdad, ni de reparación, ni de garantías de no repetición pueden esperarse de ellos, porque se sacrificó la justicia, hoy además politizada y cuestionada por los sesgos y afinidades ideológicos que la rondan. Paz fallida y crisis institucional fueron sus secuelas.

El país está abocado a un realismo que le permita saldar sus deudas y discrepancias con lo acaecido. No tiene sentido continuar confrontándonos sobre el pasado que nos agota cuando las exigencias y los retos obedecen a realidades cambiantes y apremiantes. Urge sobreponernos a los problemas que nos dividen para comprender el mundo que está surgiendo, si no queremos padecerlo. Solazarnos en la judicialización de la política y en la politización de la justicia es la mejor receta para el desastre. No existe opción distinta a la de vencer a la criminalidad, controlar el territorio, recuperar la credibilidad de la justicia, fortalecer la seguridad nacional y las instituciones hoy alicaídas y recobrar la confianza ciudadana, para consolidar el régimen democrático y aportar consensos y legitimidad al nuevo gobierno. Estos, más que necesarios, son hoy indispensables si queremos tener futuro. Será la disyuntiva en las próximas elecciones.

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