Nadie esperaba que el canciller Leyva se sumara a los “ires y venires” que han caracterizado a sus colegas de gabinete y sembrado muchas inquietudes sobre el contenido y consecuencias del mentado cambio que se pregona. Y ello, porque las disparatadas propuestas y acciones de los locuaces ministros carecen de los alcances y naturaleza que puedan afectar sensiblemente las relaciones internacionales de Colombia. El carácter efímero y contradictorio de las primeras comprometen temporalmente la credibilidad de sus autores, mientras se rectifican por propia iniciativa o por disposición presidencial; en cambio, las segundas comprometen no solo las formas que rigen las relaciones entre estados, sino también la adhesión del país a principios y fines contraídos en tratados bilaterales o multilaterales.
Los anuncios del gobierno de reevaluar la política contra las drogas y el TLC con los EEUU, aunados a las de una eventual legalización de las drogas y a modificaciones a los acuerdos vigentes de extradición, constituyen iniciativas de cuidado en las relaciones bilaterales, que no deben ser además maltratadas por la designación de embajadores imputados en procesos penales para representarnos en Argentina, Nicaragua y Venezuela, que afectan la tarea, por si exigente, para un canciller que apenas inicia su periplo por el empedrado sendero de la diplomacia.
La insólita ausencia de Colombia en la OEA en la sesión del Consejo Permanente sobre la situación en Nicaragua, en la que se resolvió “Condenar enérgicamente el cierre forzado de organizaciones no gubernamentales, así como el hostigamiento y las restricciones arbitrarias de organizaciones religiosas y de las voces críticas del gobierno y sus acciones en Nicaragua” adquirió visos de sainete. Y se hizo porque a pesar de todas las advertencias al gobierno de Ortega, éste se empecinó e incumplir todas sus obligaciones en materia de derechos humanos. Con ello, ha violado no solamente el art. 1 de la Carta Democrática que dispone que “los pueblos de América tienen derecho a la democracia y sus gobiernos la obligación de promoverla y defenderla”, sino también la carta de la OEA que establece que “la democracia representativa es condición indispensable para la estabilidad, la paz y el desarrollo de la región” No se trata de asuntos de poca monta que puedan despacharse con la ausencia deliberada de Colombia, porque comprometen la voluntad del país en el cumplimiento de sus obligaciones en lo atinente a los principios y fines de la propia OEA. Aducir que la ausencia se debió a razones estratégicas y humanitarias cuya “acción de envergadura coincidió con la votación de ese día” se torna en ficción inapropiada y en explicación pueril, impropia de una cancillería de prestigio. Las pasajeras identidades ideológicas en nada modificarán las posiciones de Nicaragua en el litigio con Colombia, en las ha que ha persistido desde el siglo pasado, con recientes resultados positivos. No se debe actuar movido por impulsos de hermandades ideológicas, siempre transitorias. Canciller, la ingenuidad no le es propia, ni es de recibo en negociaciones de esta naturaleza, como tampoco lo es confiar en que un sátrapa septuagenario se reinvente en defensor de DDHH.
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