Vivimos una posmodernidad de la mano de la tesis de la deconstrucción que persigue el desmonte de las estructuras políticas nacionales, en la que los conceptos de nación y Estado están siendo despojados de sus nociones esenciales: autonomía y soberanía. Se pretende construir un poder supremo en cabeza de organizaciones internacionales, con el traslado de los atributos de los estados-nación, asumiendo las competencias que les son propias y arrollando las particularidades que son la suyas en razón a sus diversidades culturales.
El derecho internacional, concebido para regular las relaciones entre los estados, ha sido progresivamente ampliado a regulaciones de carácter universal para regimentar lo que correspondía a los atributos de cada nación, con lo que han trasladado el poder político a organizaciones internacionales que hoy componen un vasto y complejo tejido de poder, que no sólo desafía, sino que también limita la soberanía de sus estados miembros.
Ese nuevo poder no es democrático en la medida en que no emana del pueblo para gobernarlo, sino que se le impone, sin que éste pueda oponérsele o rechazarlo. Es también un poder globalizado, en manos de una tecnocracia elitista que descansa en una corte de “expertos” que no requieren legitimación democrática, escogidos entre las nóminas de onegés autónomas que no rinden cuentas a los pueblos, ni a nadie, y componen el sustento de una nueva autocracia que somete a los pueblos y naciones que hoy regentan a su antojo. Asistimos a la entronización de un poder omnipresente, ineludible e incontrolable y con vocación de perpetuidad, cuyas reglamentaciones se imponen a todas las naciones y culturas.
Todo ello ha despertado legitimas inquietudes y comprensibles resistencias. El cosmopolitismo inducido que pretende el globalismo en curso, confronta sus primeras oposiciones en el continente europeo en defensa de los valores culturales de la civilización occidental frente a la expansión del islamismo, y se ajusta sin mayor prevención al modelo chino de capitalismo sin libertades. El mundo de las onegés y de la regencia de las organizaciones internacionales, que inculpa a las civilizaciones para afianzar su poder en la uniformidad que pretende decretar, no prevalecerá sobre la diversidad cultural del mundo de hoy, ni del que emergerá mañana como consecuencia de los retos, desafíos y conflictos inevitables que hoy experimentamos.
La América Latina no tiene por qué malgastar su potencial en la adhesión a un sistema condenado al fracaso, ni en el reencauche de un marxismo trasnochado, así se denomine progresismo. Vivimos en el único hemisferio que ha logrado consolidar un mestizaje sin precedentes con el acervo cultural resultante, que podrían representar el futuro de un mundo en el que las demás civilizaciones fracasaron en similar intento. Nos une la diversidad que hemos incorporado como cultura y que debemos defender ante las decadentes y divisivas expresiones de la confrontación que suponen las expresiones de lo que denominan como “identitario”.
Reclamemos nuestra soberanía y autonomía para dar curso a la creatividad que engendra la conjunción de la diversidad en la unidad. Es un destino que no debemos malgastar
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