El 20 de julio los partidos que se reclaman independientes perdieron una vez más la posibilidad de modificar el escenario político que forzara al gobierno a pasar de la diatriba y descalificación a la concertación en un país que navega a la deriva, con un poder ejecutivo limitado por su ineficiencia, vapuleado por escándalos de corrupción que lo demeritan y le merman el respaldo ciudadano. Un escenario que suscita fundados temores en la conducta de un gabinete hacia su progresiva radicalización. A pesar de algunos reveses en el control de las presidencias de las Comisiones de las Cámaras, le era dable al presidente pensar que pocas dificultades confrontarían sus principales reformas e iniciativas legislativas, y escasas serían las posibilidades de un control político eficiente que restringiera abusos de poder que prevalecerían sobre la mesura que exige la repetitiva y siempre frustrada búsqueda de un acuerdo nacional.
Nadie contaba con que en este país descuadernado la Fiscalía sorprendiera con el destape de la rampante corrupción en las más altas esferas del gobierno que cobrará no solo cabezas sino también confirmaría el grado de putrefacción que contamina el ejercicio del poder en Colombia. Las pesquisas del ente acusador corroboran el grado de postración ética que hoy prevalece en el país y amenaza los pilares que sustentan el poder moral que dan vida y legitimidad a las instituciones de la república. Ese hálito malsano que hoy se expande por muchas de las autoridades de los poderes ejecutivo y legislativo, de confirmarse, deslegitimarían a quienes comprometen y exigiría la depuración de sus agentes. Estamos ante la prueba más exigente de los tiempos que vivimos que requerirá de una cumplida justicia y de la solidaria reacción de los colombianos en la recuperación de su democracia y de sus instituciones. No debe el presidente reincidir en sus diatribas periódicas con las que estigmatiza a sus oponentes, ni galvanizar a los propios para tratar de contener lo incontenible, ni tampoco hacer de la desgracia una pena ajena. Confrontamos el mayor desafío nacional que no puede resolverse sin la voluntad de superarlo de consuno para recuperar esperanzas en nuestro futuro.
El país espera de sus instituciones la superación de la incertidumbre que erosiona la confianza en las capacidades disponibles para superar las pruebas que lo avasallan. El inmediato presente no autoriza el optimismo. Los partidos han perdido sus capacidades, solícitos como han sido sus integrantes de las prebendas que han colmado sus aspiraciones y accionar, pero enajenado el respeto ciudadano. La excesiva permisividad con los actores de la violencia hoy cobra su precio y se erige una vez más en obstáculo a la convivencia y solidaridad. Los gobernantes se solazan con el poder sin comprender sus dimensiones, y la pérdida de referentes éticos convulsiona la vida en sociedad. Padecemos todos los peligros que hacen inviables las sociedades, sin percatarnos de la hecatombe que se ha venido construyendo y ahora nos golpea. Llegó el momento de clausurar el pasado. El futuro del país depende de la capacidad de comprender que la política es espacio de concertación más que de confrontación y que la unidad es herramienta de superación de los desafíos más extremos. Las calamidades éticas del poder deben aleccionarnos para superar las contingencias del presente. Pensar en el futuro inmediato es la condición ineludible para fortalecer el futuro posible.
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