Nuestras Constitución Política, reconoce la
paz como un derecho y un deber, agregando que “es de obligatorio cumplimiento”.
Empero, este reconocimiento no es
simplemente una formulación jurídica, letra inane. Adquiere sentido al procurar un contenido de
equidad y de justicia, como lo señaló Juan XXIII, en su camino hacia la
grandeza. Palabras más, palabras menos,
la paz debe tener un contenido de justicia, y la justicia un contenido de paz,
colocándolas en el decoroso nivel que les corresponde en la existencia
humana. Por eso, la “vieja filosofía de
Grecia nos ha legado una leyenda según la cual cuando los hombres quisieron
fundar la ciudad, los dioses para hacer posible que la ciudad perdurase, le
dieron como regalo inapreciable la justicia”.
En nuestra patria, por desgracia ha existido
un rosario de guerras y desenfrenos fratricidas que engendran otros, en una
rueda de estupidez hasta hoy.
Es una tragedia que arde por los cuatro
costados. Las madrugadas en Colombia
amanecen más temprano, emponzoñadas de carnicería soberbia, de holocausto
bárbaro. Una guerra que no se ha podido
superar en más de 50 años, de la cual el
Informe Nacional de Desarrollo Humano, con el auspicio del PNUD y la Agencia
Sueca de Cooperación, sostiene desde hace años que es “una guerra de
perdedores”.
Los mecanismos contemplados por el Señor
Presidente Santos con el propósito de suscribir un acuerdo para acabar con la
guerra y comenzar el proceso de paz, es el más encomiable y deseable de los
objetivos políticos, es decir, avanzar en aquellos hechos indicadores de que se
está llegando al final de la guerra.
El Gobierno tiene que optar por el arreglo
propiamente político, como ocurrió en Irlanda y Suráfrica por ejemplo. La paz hace imperativo materializar una larga
lista de reformas y cambios a favor de los más desprotegidos, a los cuales las
élites y los gobiernos han hecho a un lado por tantos años.
Para Colombia resultan particularmente
interesantes las enseñanzas de paz y lecciones que encierra la experiencia
salvadoreña, en donde padecieron por más de 20 años una atroz guerra interna,
que sobrepasó en intensidad, destrucción y número proporcional de víctimas al
conflicto Colombiano. Después de varios
años de negociación directa y diálogos se firmó el célebre acuerdo, que
inauguró una nueva era de convivencia y progreso para esta martirizada nación
Centroamericana.
Cuando se entiende el agotamiento de la
guerra y existe el coraje para ensayar otro camino, todo es posible si hay
voluntad, realismo y decisión, como es el propósito del Presidente Santos, para
lograr la restauración del país.
No se trata tan sólo de una inclinación
irrevocable de su espíritu, sino también de un deber. Comportamiento que llevará a los Colombianos
a una nueva visión y servirá para acrecer las reservas que en el ser humano
valora y dan dignidad a la vida.
Y es que la violencia nunca acaba con la
violencia. Son elocuentes las afirmaciones:
“No hay victoria si no se pone “fin a la guerra”, como expreso Montaigne; o
como en el mismo sentido señaló John Marshal: “El único modo de vencer en la
guerra, es evitarla”.
Así lo demostraron liberales y
conservadores al suscribir hace más de cien años, unos tratados que pusieron
fin a la guerra que se llamó de los mil días. Terrible contienda. Toda una carnicería, como la batalla de
Palonegro, donde según el historiador Gabriel Camargo Pérez, “sucumbieron
cuatro mil ciudadanos en la más cruenta batalla de América Latina…”.
Ahora bien.
La paz no se limita tan solo a la ausencia de guerra, incluye una
ambiciosa agenda de profundas transformaciones políticas y socioeconómicas, que
han sido ingredientes de todas las guerras colombianas. Las Farc, deben
comprometerse a la desmovilización y entrega de armas. Es imperativo devolver incondicionalmente a
los secuestrados en cumplimiento de una obligación jurídica, contemplada en la
Convención de Ginebra y los correspondientes protocolos anexos.
La inicua desigualdad en la distribución
del ingreso, el ominoso régimen de tenencia de la tierra, los abusivos
privilegios que han crecido a la sombra de la política. El penosísimo acceso a
la educación y a la salud, deben ser objeto entre muchos otros, de drásticos
cambios. Y que, por tanto, se impone buscar a esos males - como lo está
haciendo el Presidente Santos – sus hondas raíces. De no ser así, aunque se
firme la paz con las Farc, podemos estar seguros, otros, empuñando fusiles o
cacerolas, no tardarían en reemplazarlas.
Es tan transcendental esta feliz idea del
Presidente Santos, que la comunidad internacional, la Unión Europea y la
iglesia católica respaldan el dialogo para la normalización del país.
Se hace indispensable la culminación de un
gran movimiento patriótico que se sume al valeroso comportamiento del Señor
Presidente, acogiéndonos a la credibilidad política que ha logrado
construir. El Gobierno tiene ya el
terreno abonado con la Ley de Víctimas y de Restitución de Tierras, que está
cumpliendo, para empezar a cubrir la inmensa deuda social del Estado. Con la
“Política de Desarrollo Agrario”, que está promoviendo, ha surgido el proyecto
de Ley de Tierras y Desarrollo Rural, el sendero para la equidad.
Los detractores del dialogo, con el Señor Uribe
a la cabeza, reafirman sus marcados rasgos e irrefrenables deseos beligerantes
y una desmedida paranoia, en cuyo nombre se cometieron muchas injusticias, como
las atrocidades de los llamados falsos positivos. Genocidios “notorios y
preocupantes”, tal como lo evidenció el informe del Observatorio de Derechos
Humanos y Derecho Internacional Humanitario de la Coordinación Colombia –
Europa – Estado Unidos.
Así mismo, con acusadora precisión este
documento señaló “el incremento de las detenciones arbitrarias, una de las
consecuencias más visibles de la aplicación de la política de seguridad
democrática”. Y afirmó posteriormente
“la paulatina y creciente paramilitarización de la sociedad y las instituciones
colombianas…”.
Sostiene el informe que “en el campo
económico, el poder que ejercen los grupos paramilitares – se refieren a la
administración anterior – es creciente” y agregan que: “Además del control que
tienen sobre actividades ilegales, ente las cuales la más prospera continua
siendo el narcotráfico, esos grupos han logrado acrecentar sus proyectos
agroindustriales de exportación (por ejemplo palma aceitera), contando con el
auspicio de programas gubernamentales; se han apoderado de abundantes recursos
públicos destinados para la inversión social (tierras, salud, educación y
vivienda, entre otros renglones).
En este orden de ideas manifiesta:
“Políticamente se multiplicaron los vínculos entre grupos paramilitares y
narcotraficantes con gobernadores, alcaldes y parlamentarios”.
Es una práctica recurrente de la
ultraderecha apelar a los dobles criterios o raseros. Tariq Alí proporciona una versión libre pero
fiel a la recomendación: “vamos a castigar los crímenes de nuestros enemigos y
recompensar los crímenes de nuestros amigos”.
Así pues, los que se oponen irracionalmente al diálogo, convalidan el
doble criterio, cuyas desastrosas consecuencias están a la vista, sumiendo a
Colombia en el inevitable desfallecimiento moral, que nos agobia.
Y bien. La conducta del señor Presidente
Santos, no es una muestra de debilidad.
Se constituye por el contrario en un acto de responsabilidad y de
grandeza, convertido en paradigma y modelo.
No fueron ciertamente las armas las que
impusieron la resistencia en Francia y los países ocupados, sino el vigor
patriótico de sus intelectuales.
A quienes amamos la paz y la civilidad, nos
asiste el ánimo ferviente de solidaridad y de plegarias para que el
Todopoderoso trasmita al Señor Presidente, la energía espiritual indispensable,
a fin de que se haga realidad su misión trascendente, por el prestigio de
Colombia y la guarda de su futuro en todos los aspectos de nuestra vida
repúblicana.
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