A los aberrantes genocidios de las Fuerzas Armadas del Gobierno de Uribe, denominados eufemísticamente “falsos positivos”, en más de dos mil inermes jóvenes campesinos colombianos; a la siniestra política de los paramilitares de masacrar campesinos acusándolos de ser “auxiliadores” de la guerrilla; el desplazamiento masivo de millones de campesinos, y la apropiación ilegal de sus tierras, arrebatadas aún en aquellas reservas de los afrodescendientes, hoy cultivadas de palma; durante el sórdido ministerio de defensa del hoy candidato presidencial Juan Manuel Santos, a quien en el último debate de RCN, el inconsciente le arrojó un lapsus calami, expresando: “el cohecho – se refería al de Yidis- en nada invalidó la votación por la corrupción”, se percató de ello, y dijo entonces: “por la reelección…”. En el Psicoanálisis Criminal, Jiménez de Asúa comentó: “El yo consciente no es más que una pequeña porción del vasto confín anímico en nuestra conducta aflora motivos provenientes del inconsciente, que es en el alma humana, territorio de mucho mayor anchura y profundidad”.
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¡Vaya, vaya!, dirían los ingleses ante esta inmoralidad. Y bien. Se suma ahora, la firma del nefasto TLC, con la Unión Europea, sin que puedan soslayarse la lógica oculta de sus contradicciones y la ideológica de sus encubrimientos y manipulaciones, como tampoco las evidentes y fatales consecuencias sociales, esto es, el acelerado deterioro de los campesinos.
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Una catástrofe humanitaria, en medio de este tremendo desequilibrio nacional, inocultable y altamente peligroso para la paz pública.
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Las desventajas para Colombia han sido el piso de la negociación. Todos los TLC, no solo deben limitarse al acceso a otros mercados si no impedir la ruina definitiva de una de las partes, en este caso de nuestros campesinos lecheros. Esta desigual competencia persistirá en tanto no se desmonten los subsidios que reciben los agricultores europeos.
Curiosa manera de celebrar Uribe el bicentenario, con “nostalgia de cadenas”, como dijo en una ocasión Guillermo León Valencia.
Es un negro y triste espectáculo de rechazo a la equidad, que requiere que para todos haya igualdad de oportunidades en todos los campos, como es el desesperado clamor colectivo.
El libre mercado no puede ser un principio absoluto, sino relativo. Mistificado, como lo hace el Gobierno de Uribe, es una perversa conspiración montada para favorecer a unos pocos, que importa perpetuar el sufrimiento y el dolor de tantas familias colombianas, en su adversidad.
Para demostrarnos que el país anda bien, se publican los jugosos balances de las grandes empresas. Se nos habla del aumento del PIB. Lo que no nos dice el Gobierno es que la distribución de la riqueza es cada día más elitista y más se concentra en unas pocas manos, acelerando el deterioro social.
Entenderlo a tiempo, antes del continuismo que predica Santos, no es solo un deber, sino un acto de legítima defensa de la paz.
Ocho años por completo olvidado el Gobierno de Uribe de velar incansablemente, insomnemente, por que haya trabajo para todos, por que la dignidad de la persona lo exige, pues de lo contrario, no hay prosperidad posible para nadie.
Bajo el neoliberalismo, en nuestra patria se confabuló el Gobierno con ejecutivos pícaros, para convertir el Estado en alcahueta de la codicia y la venalidad, en nombre de la libre empresa.
Es necesaria la seguridad, que consagra nuestra Constitución Política, es cierto, pero hay legiones de colombianos sumidos en la miseria y el desamparo a quienes el Gobierno de Uribe les negó una larga lista de reformas, las hizo a un lado.
El país no puede continuar en la fervorosa equivocación con un Gobierno opuesto a la moral cristiana, traducida en los principios básicos de nuestra Constitución y leyes. No puede perpetuarse con los descarrilamientos constitucionales, con las criminales interceptaciones y seguimientos a tantos personajes de nuestra patria. No puede continuar con su dramático testimonio de la incapacidad para desentrañar los conflictos sociales y las causas reales de la violencia, un mal muy profundo que no se cura simplemente con la presencia de destacamentos militares, y que por tanto, hay que buscar a ese mal sus hondas raíces sociales, de modo que una labor sistemática y prolongada podrá conducir a una mejor situación. Si quiere el Estado, recuperar los territorios de influencia de las guaridas de las Farc, debe llegar completo: con salud, educación y vías, no solo apunta de fusiles.
Por otra parte, en el panorama de los Derechos Humanos y el Derecho Humanitario, hay que ponerle un dique a las violaciones graves, sistemáticas y generalizadas que eliminan esos derechos, obligatorios para Colombia según la Convención de Ginebra de 1949 y los protocolos anexos. Estos quebrantamientos, han estremecido a las Naciones Unidas.
Sin el constitucionalismo - como se ha querido subsumir al país, en estos ocho años - como sistema de ordenamiento jurídico, no puede existir la república, que es una estructura y mucho menos la democracia, que es su contenido ético.
La implacable exigencia es la de elegir a Mockus, un hombre que ejemplariza la democracia, la ética en su vida, en su ideal y en su obra, en la forma más cumplida y representativa.
Porque lo que estamos viviendo no es un designio divino de obligado cumplimiento: es la consecuencia de políticas abyectas que hay que remediar.
El cataclismo moral, económico y social que deja este Gobierno, felizmente agonizante, impone archivar para siempre la arrogancia y la desmesura, propia de los gobernantes que se creen providenciales como Uribe, preocupado por ajustar cuentas que por contribuir al advenimiento de la paz.
Por fin, como nos dice el himno: “cesó la horrible noche”, para el país y el constitucionalismo.