La política es un escenario de confrontación de ideologías, visiones y soluciones que son propias de las sociedades democráticas. En ellas, resulta posible y fructífera la diversidad de opiniones cuando apuntan más a la búsqueda de convergencias que a la simplificación del debate en dos extremos contrapuestos e irreconciliables. Esa ha sido siempre la fortaleza de la democracia y la razón de los avances, sociales, económicos, científicos y tecnológicos que se prodigan en su seno. Hoy, todo parece apuntar a su sustitución por una polarización que degrada el debate público. La radicalización resultante persigue convertir al oponente en enemigo y facilita hacer de la violencia herramienta legitima de controversia. Acude a exacerbar las emociones para entronizar el odio hacia el otro y servir mejor a su expansión contagiosa en todos los ámbitos de la sociedad así manipulada.
Esa parece ser la situación que confrontamos para los debates electorales del 2022. Los promotores de la violencia durante el denominado paro nacional y prohijada por sectores de oposición, que hoy se congregan en el pacto histórico, avanzan disimulando cada vez menos su naturaleza totalitaria, sus odios renovados y sus propósitos de eternizarse en el poder. Esa nueva prédica goza de solidaridades en medios de comunicación que le dispensan generosa difusión, y se hizo mayoritaria en la Justicia bajo el cobijo de su politización, que le ha restado independencia, imparcialidad y, por consiguiente, legitimidad. Ha sabido combinar la movilización preelectoral y las demagógicas promesas, desatinadas e incumplibles, pero sugestivas para una población en crisis, con la captura, simpatía o inmovilización de otros sectores políticos que, a falta de ideas en algunos, hace que compartan su odio hacia quienes luchan por mantener la democracia y sus libertades. Coaliciones, así se llamen de la esperanza o de la experiencia, no se han percatado que su instrumentación implicaría desesperanza para todos e inexperiencia costosa en materia política. Resulta difícil comprender y aceptar que hagan gala de tanta ingenuidad o de tan inmensa egolatría, para servir de acólitos de los nuevos ritos practicados en Cuba, Venezuela, Bolivia y Nicaragua. De esa manera, se suman a un coro, sin apariencia de semejanza y complicidad, para estigmatizar como extremistas a quienes procuran defender las libertades que dispensa el régimen democrático. Deben aprender a mirar a su izquierda para hallar el extremismo cultural, ideológico y político que sacude al continente que se infiltró entre nosotros con Enrique Santiago, hoy presidente del partido comunista español, y que tuvo eco en quienes son afectos al régimen cubano y son solidarios con Chávez y su legado. Causa tristeza que no perciban que las banderas de la democracia y sus libertades puedan terminar arriadas ante los pies de sátrapas contemporáneos. Es la hora de la unidad y del acuerdo sobre lo fundamental. El País clama por el perfeccionamiento de su democracia, no por su sustitución. El futuro de Colombia depende de la capacidad de articular una propuesta que convoque hacia el nuevo país. Los que pretenden dirigirla deben comprenderlo y ayudar a construirlo. Lo otro sería décadas de oscuridad.
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