No sorprende el pronunciamiento del secretario adjunto de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en el que reitera su inconformidad con las decisiones de la Corte Constitucional colombiana en las que “persiste la sanción de inhabilitación o destitución de funcionario público democráticamente electo por vía de autoridad administrativa y no por ‘condena, por juez competente, en proceso penal, contrariando el artículo 23.2 de la Convención Americana y su objeto y fin".
Esa norma, que fue introducida a las volandas y casi que subrepticiamente en la Convención en tiempos de gobiernos militares en gran parte de los países de las Américas, además de anacrónica y desueta, se ha convertido en ley incontrovertible, inapelable e inmodificable, que hace parte de un proceso de expansión y sometimiento de los países a un globalismo feroz que se ha venido consolidando en los distintos organismos internacionales y que constituye el mayor desafío a las instituciones democráticas de sus países miembros. Vano sería combatirla con acomodamientos o interpretaciones jurídicas propias de los estados-nación, sin entender que lo que está en curso es la imposición de una legitimidad globalista, encarnada por una tecnocracia elitista, no elegida, sino conformada por cooptación, supuestamente filantrópica, que apunta a la gobernanza de un mundo diseñado a la usanza de un saber técnico y científico que suponen no hallarse al alcance de las instituciones de la democracia. Hoy los miembros de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) y de la CIDH, si bien son postulados por los estados miembros, resultan escogidos por un panel de expertos, no previsto en la Convención, agentes ajenos a la voluntad de los estados miembros y que obran de conformidad con unos estándares diseñados por ellos mismos. La única excepción a ese procedimiento se logró con la elección a la CIDH del exmagistrado de la Corte Constitucional colombiana, Carlos Bernal Pulido, que dignamente rehusó someterse a ese procedimiento.
El globalismo, tan caro a los progresistas, se nutre de una concepción colectivista y totalitaria que exige una nueva ingeniería social que prescinda del pueblo, y cuya omnímoda voluntad condicione la legitimidad del poder y exija nuevas instituciones habilitadas para crear un ordenamiento jurídico para todos los ciudadanos del orbe. Esa maltrecha utopía parece haber perdido gran parte de su ímpetu en un presente que, por incierto, confía en la democracia como depositaria de la soberanía de los pueblos. Se observa una recuperación del estado-nación y de la soberanía que le es consustancial, como lo atestiguan las crisis e incapacidades que padecen las organizaciones internacionales que tendrán que volver y adaptarse a su papel primigenio de instrumento de colaboración para la paz y el desarrollo que han venido olvidando como consecuencia de la marchita pretensión de diseñar un mundo ajeno a la voluntad del “demos”. Las elecciones al Parlamento Europeo que arrojaron amplia mayoría de quienes reivindican la soberanía de los estados, y los resultados de los comicios que se han venido celebrando en Europa y los Estados Unidos constituyen inequívoca demostración de la primacía de los valores fundantes de las democracias y una confirmación de las ventajas que depara su ejercicio democrático.
El secretario de la CIDH tendrá que entender que las ordenes que imparte para que se modifiquen los ordenamientos constitucionales que consagren la supremacía de instituciones y burocracias apátridas con pretensiones de ignorar la voluntad de las naciones, lo condenan a arar en el desierto. Las constituciones son el alma misma de cada pueblo y la historia de sus crisis y dificultades. Por ello son diversas, pero no incompatibles, y ejemplo, si lo que se quiere es el fortalecimiento de las libertades y de los derechos que de ella se derivan.
Cualesquiera que sean los retos que depare el futuro difícilmente podrán ser resueltos sin el apoyo de la creatividad que dispensan las libertades y sus capacidades para resolver sus encrucijadas, apacentar la paz y fortalecer la cooperación internacional.
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