Por
Gerardo Delgado Silva
El
derecho represivo positivo, o en otros términos, el derecho penal de cada país,
abarca el conjunto de leyes punitivas
aplicables a quienes violan las normas de convivencia contenidas en forma
implícita – como se enuncia la ley penal -, en aquella legislación represiva
que también se denomina derecho criminal.
Las
penas han sido siempre muy variadas, según fueran pecuniarias, restrictivas o
privativas de la libertad, o eliminatorias (pena capital). Han cambiado mucho durante el transcurso de
la historia: antiguamente se usaban penas infamantes que tendían a hacer
público y degradante el castigo infligido al delincuente; también se aplicaban
puniciones corporales, que se han venido proscribiendo en la mayoría de los
países civilizados, tales como los azotes, el fuego, la rueda y otras torturas
de carácter físico.
La
reacción contra el delito venía de tal
suerte a ser, primitivamente, individual, de venganza por una ofensa
personal. Y de allí pasa a ser una
medida tomada por la colectividad, ya fuera Clan, Tribu o Estado, con
diferentes propósitos, pero siempre una reacción.
Se
comprende que el Estado ahora, y solo el Estado, es el titular del derecho a la
pena. Por otra parte, las sentencias
condenatorias sólo pueden dictarse cuando
el juzgador tenga certeza de la responsabilidad del autor de un hecho punible.
El
derecho penal se propone la defensa social, y la promoción de una moral más
alta. Con estos objetivos nació la
política criminal, inexistente en nuestra patria. Se requiere un verdadero proceso de
resocialización del delincuente, comenzando por respetar la dignidad humana,
que debe presidir la terapéutica penitenciaria.
No
olvidemos el valor supremo que la Constitución le otorga a la dignidad humana,
consagrándola como fundante de nuestro ordenamiento. De tal forma que la persona se constituye en
un fin para el Estado que vincula y legitima a todos los poderes públicos.
La
gente de bien de Colombia tiene sobrada y reconocida autoridad moral para
buscar el mantenimiento del principio de la dignidad humana y de los valores
jurídicos y éticos que le dan soporte al Estado, lo cual le permite fijar una
posición de franco rechazo al inaceptable y pernicioso hacinamiento en las
cárceles del país inmerso en la corrupción, que no le hacen ningún favor a la
gran tarea de introducir métodos psicoanalíticos en el mismo establecimiento
penitenciario para mejorar las condiciones de vida de los reclusos y obtener su
readaptación a la existencia comunitaria y naturalmente su reencuentro con las
formas civilizadas de la vida. Ese hacinamiento,
es absurdo ya que las disposiciones anímicas a lo ilegal, a lo antisocial se
agudizan por esas condiciones anormales y contrarias a un Estado de derecho y a
la vida humana. Solo contribuye a
fortalecer los impulsos criminales.
¿Puede
el Estado, no obstante ese vórtice dantesco, lograr un verdadero tratamiento
penitenciario, con el propósito de obtener su rehabilitación social o
resocialización? Es aquí donde la ejecución penal debe adquirir las mayores
proyecciones humanitarias.
Se
supone que a la población carcelaria se le clasifique en conjuntos integrados
por individuos de características semejantes, de manera que el tratamiento sea
dispensado a todos los grupos.
Este
aspecto de selección, naturalmente, se logra mediante la observación, y como
producto de ella debe decidirse la clasificación, pero que también sirve para
formular, como una secuela de la investigación médico – psico – social, una
prognosis o proyecto de tratamiento. El
camino científico para reformar es psicoanalizado.
El
hacinamiento o la confusión de reclusos de diversos tipos, trae consigo el
contagio de los criminales más empedernidos con los considerados como menos
antisociales, en cuyo caso cualquier tendencia criminal inconsciente llega a
desbordarlos.
Se
presenta un espejo donde muchas contradicciones se reflejan con acusadora
precisión. Es por ejemplo un hecho
notorio y grave la operación de impunidad que encabezó el anterior Gobierno, en
relación con miles de crímenes cometidos por los paramilitares, que contaron
con su aquiescencia o tolerancia.
Y
bien. Es una dolorosa ironía del sistema
carcelario – si acaso existe – al permitir un punzante contraste entre la cuota
de privilegios y de trato preferente que les es dada a los parapolíticos y
otros delincuentes, como los del carrusel o carruseles de la contratación en el
país, y la situación de violaciones a los Derechos Humanos con los
hacinamientos de los demás reclusos considerados como réprobos de la sociedad, como
la escoria que debemos expulsar de nuestra convivencia. Son seres en desgracia para quienes un
elemental sentimiento cristiano obliga a no abandonarlos. Se trata además de
una flagrante violación del Derecho Fundamental de igualdad ante la ley y las
autoridades (C.P. art. 13).
El
proceso de resocialización se constituye también, en una oportunidad para que
el Estado genere y articule una verdadera política criminal que contribuya al
mejoramiento de esta crítica situación, basada en los ideales que inspiraron la
Declaración Universal de los Derechos Humanos: “…el reconocimiento de la
dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los
miembros de la familia humana…”.
Sólo
así, se puede librar una valerosa batalla jurídica, contra toda clase de
hampones altos y bajos. ¿Estamos construyendo una sociedad donde impera el
delito y la barbarie, donde “todo se vale”?.
Creemos
que es posible la normalización carcelaria y su reencuentro con las formas
civilizadas de vida. Es una misión de
todos, pero también y antes que cualquier otra cosa, un deber de quienes tienen
la responsabilidad de dirigirnos.
La
verdadera justicia para cumplir con sus elevados fines, no tiene necesidad de
atentar contra la dignidad humana, que mancha y ensombrece la conciencia del
hombre.
Para
bersoa comunicaciones