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miércoles, 5 de septiembre de 2012

Dramático testimonio

Por Gerardo Delgado Silva 
El derecho represivo positivo, o en otros términos, el derecho penal de cada país, abarca      el conjunto de leyes punitivas aplicables a quienes violan las normas de convivencia contenidas en forma implícita – como se enuncia la ley penal -, en aquella legislación represiva que también se denomina derecho criminal.
Las penas han sido siempre muy variadas, según fueran pecuniarias, restrictivas o privativas de la libertad, o eliminatorias (pena capital).  Han cambiado mucho durante el transcurso de la historia: antiguamente se usaban penas infamantes que tendían a hacer público y degradante el castigo infligido al delincuente; también se aplicaban puniciones corporales, que se han venido proscribiendo en la mayoría de los países civilizados, tales como los azotes, el fuego, la rueda y otras torturas de carácter físico.
La reacción contra el delito  venía de tal suerte a ser, primitivamente, individual, de venganza por una ofensa personal.  Y de allí pasa a ser una medida tomada por la colectividad, ya fuera Clan, Tribu o Estado, con diferentes propósitos, pero siempre una reacción. 
Se comprende que el Estado ahora, y solo el Estado, es el titular del derecho a la pena.  Por otra parte, las sentencias condenatorias sólo pueden dictarse   cuando el juzgador tenga certeza de la responsabilidad del autor de un hecho punible.
El derecho penal se propone la defensa social, y la promoción de una moral más alta.  Con estos objetivos nació la política criminal, inexistente en nuestra patria.  Se requiere un verdadero proceso de resocialización del delincuente, comenzando por respetar la dignidad humana, que debe presidir la terapéutica penitenciaria.
No olvidemos el valor supremo que la Constitución le otorga a la dignidad humana, consagrándola como fundante de nuestro ordenamiento.  De tal forma que la persona se constituye en un fin para el Estado que vincula y legitima a todos los poderes públicos.
La gente de bien de Colombia tiene sobrada y reconocida autoridad moral para buscar el mantenimiento del principio de la dignidad humana y de los valores jurídicos y éticos que le dan soporte al Estado, lo cual le permite fijar una posición de franco rechazo al inaceptable y pernicioso hacinamiento en las cárceles del país inmerso en la corrupción, que no le hacen ningún favor a la gran tarea de introducir métodos psicoanalíticos en el mismo establecimiento penitenciario para mejorar las condiciones de vida de los reclusos y obtener su readaptación a la existencia comunitaria y naturalmente su reencuentro con las formas civilizadas de la vida.  Ese hacinamiento, es absurdo ya que las disposiciones anímicas a lo ilegal, a lo antisocial se agudizan por esas condiciones anormales y contrarias a un Estado de derecho y a la vida humana.  Solo contribuye a fortalecer los impulsos criminales. 
¿Puede el Estado, no obstante ese vórtice dantesco, lograr un verdadero tratamiento penitenciario, con el propósito de obtener su rehabilitación social o resocialización? Es aquí donde la ejecución penal debe adquirir las mayores proyecciones humanitarias.
Se supone que a la población carcelaria se le clasifique en conjuntos integrados por individuos de características semejantes, de manera que el tratamiento sea dispensado a todos los grupos.
Este aspecto de selección, naturalmente, se logra mediante la observación, y como producto de ella debe decidirse la clasificación, pero que también sirve para formular, como una secuela de la investigación médico – psico – social, una prognosis o proyecto de tratamiento.  El camino científico para reformar es psicoanalizado.
El hacinamiento o la confusión de reclusos de diversos tipos, trae consigo el contagio de los criminales más empedernidos con los considerados como menos antisociales, en cuyo caso cualquier tendencia criminal inconsciente llega a desbordarlos.  
Se presenta un espejo donde muchas contradicciones se reflejan con acusadora precisión.  Es por ejemplo un hecho notorio y grave la operación de impunidad que encabezó el anterior Gobierno, en relación con miles de crímenes cometidos por los paramilitares, que contaron con su aquiescencia o tolerancia.
Y bien. Es una dolorosa ironía del  sistema carcelario – si acaso existe – al permitir un punzante contraste entre la cuota de privilegios y de trato preferente que les es dada a los parapolíticos y otros delincuentes, como los del carrusel o carruseles de la contratación en el país, y la situación de violaciones a los Derechos Humanos con los hacinamientos de los demás reclusos considerados como réprobos de la sociedad, como la escoria que debemos expulsar de nuestra convivencia.  Son seres en desgracia para quienes un elemental sentimiento cristiano obliga a no abandonarlos. Se trata además de una flagrante violación del Derecho Fundamental de igualdad ante la ley y las autoridades (C.P. art. 13).
El proceso de resocialización se constituye también, en una oportunidad para que el Estado genere y articule una verdadera política criminal que contribuya al mejoramiento de esta crítica situación, basada en los ideales que inspiraron la Declaración Universal de los Derechos Humanos: “…el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana…”.
Sólo así, se puede librar una valerosa batalla jurídica, contra toda clase de hampones altos y bajos.  ¿Estamos  construyendo una sociedad donde impera el delito y la barbarie, donde “todo se vale”?.
Creemos que es posible la normalización carcelaria y su reencuentro con las formas civilizadas de vida.  Es una misión de todos, pero también y antes que cualquier otra cosa, un deber de quienes tienen la responsabilidad de dirigirnos.
La verdadera justicia para cumplir con sus elevados fines, no tiene necesidad de atentar contra la dignidad humana, que mancha y ensombrece la conciencia del hombre.

                                                                                  Para bersoa comunicaciones 

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