Nunca ha cesado la horrible noche, como
dice el himno. La conquista fue una
masacre del diablo en nombre de Dios. No
otra cosa afirma Juan Ginés de Sepúlveda, vocero de conquistadores, capellán y
cronista del emperador Carlos V, cuando escribió un tratado docto, sobre Las
justas causas de la guerra contra los indios donde sostenía que era “lícito y
necesario hacer la guerra a los indios y reducirlos a la servidumbre”.
Se empeñó en aplicar a los nativos del
Nuevo Mundo la doctrina aristotélica de la esclavitud natural, según la cual
una parte de la humanidad es apartada por la naturaleza para ser esclavos al servicio de amos nacidos
para una vida de virtud, libre de labores manuales. Además, por cinco razones entre las cuales
destacó: “Los indios eran idólatras y cometían pecados contra natura, por lo
cual el sufrimiento infligido por la Conquista debía interpretarse como el
justo castigo de Dios sobre ellos.”. Para justificar la coacción “evangélica”,
con el término “idolatría”, se designaron las creencias, ritos, costumbres,
cultos y ceremonias indígenas consideradas como signos del extravío al que
habían sido conducidos por el diablo los crédulos amerindios.
Al combatir a los infieles o convertirlos
al catolicismo, los españoles se sentían ejecutando en tierra el trabajo de
Dios quien, por su parte debía recompensarlos.
Y bien. Recordemos que con el triunfo de
los españoles en Granada el 2 de Enero de 1492 sobre los árabes, se puso fin a
una guerra de siete siglos.
Es incontrovertible que aquellos veteranos
cesantes de los combates con los moros, se convirtieron en los conquistadores
con sus pasiones, angustias y sus fuerzas siniestras del nuevo mundo.
Empero, la guerra como afirma el psiquiatra
Francisco Herrera Luque, “regresa al hombre a niveles primitivos y le devuelve
placeres atávicos de los que lo privan la paz y la civilización: el crimen, el
incendio, el pillaje y la destrucción”.
Y es que parecería ocioso, aclarar que toda
guerra invierte los valores a tal punto que el conciliábulo del nuevo
movimiento político creado en el Club el Nogal, irónicamente denominado Puro
Centro Democrático, al descoger analíticamente los pliegues verbales de esos
virtuosos maestros del nuevo concepto de pureza, persuadidos de ser pulcros y
egregios patriotas: el señor Álvaro Uribe con los llamados falsos positivos,
José Obdulio Gaviria, el primo del patrón del mal, señor Pablo Escobar Gaviria,
y el señor Fernando Londoño Hoyos con la sombra siniestra de Invercolsa;
contemplan la adopción de políticas represivas como única solución a la
“subversión terrorista”, sin mantener el equilibrio del razonamiento, la
ponderación del juicio y el freno guión de la conducta, sin buscar a esos males
sus hondas raíces sociales, sin entender que la violencia nunca acaba con la violencia
o como en la frase de Tolstoi basada en los evangelios: El fuego no apaga el
fuego. Quienes somos esencialmente
pacifistas por honda convicción moral, rechazamos enfáticamente la violencia.
El Estado no puede concentrarse sólo en
esfuerzos represivos. Deben por ejemplo
desactivarse las causas de fondo. Con la
guerra se aviva la hoguera de las pasiones subversivas y los
resentimientos. En ocho años de
desfallecimiento moral con el Gobierno del Señor Uribe, no fue capaz de
resolver el conflicto derrotando las guerrillas, como lo prometió. Sus electores abanderados parapolíticos aherrojaron la Nación al abismo de todas las
locuras imaginables desposeyéndola así del solio de potencia moral con que
generaciones la honraron durante muchos años de ecuanimidad, de probidad y de
justicia. Lo que anhelan los señores del
Puro Centro Democrático, ya se probó en la patria, y sus desastrosas
consecuencias están a la vista.
Ahora bien. No se puede negar el expolio y
el exterminio de indígenas como móvil de los conquistadores, lo cual conmovió
las conciencias de frailes eminentes que emprendieron desde 1511, con Antón de
Montecinos a la cabeza, y Bartolomé de
las Casas, una decidida lucha por la justicia.
Hoy, sigue el desangre sistemático y
selectivo contra líderes y autoridades indígenas. Y en medio, atrapada entre todos los fuegos, ha
quedado la población indígena, no solo en el Cauca, sino en todo el país.
Claman por el respeto a la vida, la naturaleza
y la cultura y se oponen desarmados a la intervención de grupos armados
ilegales ya sean las Farc, el Eln, los paramilitares, y así mismo fuerzas
oficiales.
Todos los grupos los acusan de ser
“colaboradores” de los otros, y piden que se entienda que no hacen parte del
conflicto. Los indígenas del Cauca, constituyen uno de los sectores más
organizados e independientes frente a los “actores” del conflicto. Su peso específico lo ha demostrado con el
modelo de desarrollo que encarna el Proyecto Nasa, galardonado
internacionalmente.
A nadie pueden serle extrañas las tragedias
de los indígenas, sumidos en la miseria y el desamparo. Se hace imperativo un acto vigoroso de
solidaridad y de fortaleza moral en torno a la dignidad de estos compatriotas,
para cubrir la inmensa deuda social a la que las élites y los gobiernos han
hecho a un lado por tantos años, agravada por la catástrofe humanitaria
detectada tiempo atrás por la ONU.
Así las cosas, para nadie es un misterio el
reclutamiento de menores de edad en las filas de la abominable guerrilla y los
paramilitares en nuestro país. Es una
práctica tan horrenda como extendida. Y,
lamentablemente combatida apenas de palabras.
Evidentemente, el riesgo de reclutamiento
comprende a los niños indígenas del país, para ellos no existe un blindaje,
como tampoco circunstancias atenuantes.
Empero, no se puede estólidamente afirmar
que las protestas de los grupos indígenas en el evento del Cauca, constituyen
una asonada y obedezcan a infiltración y estrategias de las Farc según el
liviano Ministro de Defensa; que asombra con su ostensible ignorancia del
Derecho Penal y por tanto de la conducta típica. Por el contrario, es un despliegue clamoroso
a favor del respeto al derecho fundamental a la vida, y demás derechos humanitarios. Importante, pues buena falta hacen en
Colombia demostraciones de protesta que, en lugar de la violencia, recurren a
la fuerza de la organización popular.
Porque, para acudir a las “razones de Estado”, como principio y fin de
todo discurso, no haría falta más que abrir un libro cualquiera de política o
de historia y encontrar en los “medios” de Maquiavelo o de Hitler la
legitimación trasnochada a toda tentación de un Estado más autoritario, la
única forma de garantizar lo que la política no podría: la reconciliación con
tantos colombianos a quienes la guerra, el odio, la intransigencia y sobre todo
nuestra indiferencia condenaron. Al país
hay que rehacerlo y ese no es solo un ejercicio de la fuerza. Más allá de la estrecha lógica de amigo –
enemigo, se requiere entender la particular atención que merece los
indígenas. Crear en Colombia un remanso
grato y ennoblecedor de seguridad social en contraste con el turbión de
tragedias vividas. Es la oportunidad de una
multitudinaria ratificación de la paz, del fortalecimiento de los Derechos
Humanos en otras palabras, la realización del Estado Social de Derecho, y de
las prácticas democráticas. Esa paz, de
la cual entonando un canto de esperanza a la vida, con significación moral y
filosófica declaró Pablo VI: “El desarrollo es el nuevo nombre de la paz”.
Y Luis Carlos Sáchica, ese gran
constitucionalista transido de patriotismo expresó: “La paz no es tan solo la
ausencia de guerra; es un estado de ánimo colectivo que no depende de la
organización jurídica”.
Publicado
por Bersoa.com