Por: Gerardo Delgado Silva
El delito es: “una conducta
típica, antijurídica y síquicamente referible a un sujeto”.
El acto o conducta debe
desarrollar en el mundo de los acontecimientos, del ser y el existir, todas y
cada una de las características objetivas de la facti-species o tipo
legal-penal. El acuerdo o
correspondencia del hecho (delito acontecimiento) con el tipo legal
(delito-instituto jurídico) es lo que se llama la “tipicidad”. El tipo jurídico es el punto de partida para
el estudio de la teoría general del delito y este consiste, en el conjunto de
los elementos descritos es una norma penal que debe caracterizar el hecho
humano prohibido u ordenado por la ley penal.
De esto se deduce que en todo
delito se debe descubrir el tipo de la conducta, el tipo de la referibilidad
síquica y el tipo de la antijuridicidad.
Entiende la doctrina que son
autores todos los que contribuyen eficientemente en la comisión de la conducta
punible, con conocimiento y voluntad de perpetrarla. Así puede predicarse, de la solidaridad de
los eufemísticamente llamados “Doce Apóstoles”, grupo paramilitar dedicado a
asesinar a quienes señalaba como colaboradores de la guerrilla, crímenes
horripilantes de lesa humanidad. Grupo
cofundado por el señor Santiago Uribe, hermano del expresidente, Álvaro Uribe,
con unos poderes tenebrosos, gigantescos, terroristas, según el conocimiento
social que tuvo y tiene Colombia. La
conservación de lo malo en la duda de lo bueno, un drama ético profundo. Son desalmados, y la muerte horrenda que los
paramilitares han dado a tanta gente, produce escalofrío. Ni hablar del barrido que han hecho de la
intelectualidad independiente. Decir que
son genocidas no debe tapar el sol con las manos: los paramilitares son un
fenómeno militar, social y político.
Como lo mostraron informes
publicados por la prensa, la Fundación Progresar y otras ONG, más que luchar
entre grupos armados, lo que hubo en esos años fue una campaña de exterminio
por parte de los “paras” contra sectores sociales específicos, buscando el
control de toda una sociedad. A narcos
tradicionales se sumaron nuevos personajes, y todos tejieron alianzas con los
paramilitares. Inyectaron en la política
sumas millonarias, ganado control en alcaldías, consejos y asambleas,
capturando dineros públicos y negocios ilegales, comprando la seguridad
ciudadana, adquiriendo tierras y construyendo viviendas que rememoran la
ostentación de los Gacha y Escobar.
Lo único que faltaba por esas
épocas, al tétrico panorama de corrupción que ha tenido desde hace años el
sector de la salud, hay que sumarle que desde el 2004, lo dineros destinados a
proteger la de los doce millones de colombianos más pobres fueron a parar a las
arcas de los paramilitares y terminaron siendo utilizados para comprar armas,
alimentar el narco tráfico y engendrar aún más la guerra.
El Señor Santiago Uribe,
arreció con otros, los vendavales de la inmoralidad y la violencia como las
tormentas de la subversión.
Colombia no quería advertir
los peligros que nos amenazaban, los abismos insondables que estábamos
orillando. Éramos indiferentes a las
claudicaciones, a la iniquidad que estaban al descubierto.
De ahí, que en el libro Mi
Confesión de Carlos Castaño, el jefe paramilitar aterrador, al referirse a
Álvaro Uribe en el 2001, con acusadora precisión manifestó que: “la base social
de la autodefensa lo considera su candidato presidencial. Álvaro Uribe le
conviene al país. ¿Y por qué? Porque “en el fondo es el hombre más cercano a
nuestra ideología” (la negrilla es mía).
Colombia conoce los horrores
de la conducta delictual cometida por los “Doce Apóstoles”, de Santiago Uribe
en concierto para delinquir, que tuvo su apogeo criminal durante el mandato de
su hermano Álvaro cuando fue Gobernador de Antioquia.
Ante la imposibilidad de
recibir y de darse un certificado de virtud, el señor Jorge Cuarenta, jefe
paramilitar tenebroso, se imaginó que al crear los llamados por él, “distritos
electorales”, para elegir al señor Álvaro Uribe Vélez, estaba pretendiendo
hacer la luz en Colombia. Un hipotético
nirvana. Empero. Todo el mundo lo sabe, fue
ese periodo del mandato de Uribe, una catástrofe total. Y bien. No podemos olvidar, que en el sepelio
del padre de los Uribe Vélez cayó un diluvio de flores que desde una avioneta
de Pablo Escobar el mayor narcotraficante del mundo, se lanzaron para abrumar a
Colombia.
Todo esto nos permite advertir
que las cabezas de todos los colombianos, están amenazadas en tanto pregonen y
practiquen la decencia y la moral. Es
posible que se piense mal de la insistencia en que los valores, tan descaecidos
ya, se preserven y se evite un mayor desmoronamiento de los mismos.
Pero mientras sea necesario
defenderlos y salvar el efecto benéfico que tienen en una sociedad, organizada,
como por el contrario lo está haciendo el actual gobierno nacional, tendremos
que hacerlo en la seguridad de que con ello estamos protegiendo los principios
fundamentales que rigen la conducta humana.
Por eso, creemos indispensable
la existencia de una justicia abierta y franca, y no la de un sistema judicial
interferido por un sinnúmero de factores que lo tornan inútil y desguarnecido.
Por fin, la justicia
colombiana ha procedido a encarcelar al Señor Santiago Uribe a nombre y
representación del estado soberano, por la gravedad de los crímenes de los
“Doce Apóstoles”, que no han hecho cosa
distinta que violar el orden jurídico y pisotearlo.
Es un gran paso hacia la
paz. Este Señor es uno de los que la
violencia marco. Sólo quiere la guerra como profesión. La guerra, señala
Herrera Luque, “regresa al hombre a niveles primitivos” y le devuelve “placeres
atávicos” de los que lo privan la paz y la civilización: el crimen, el
incendio, el pillaje y la destrucción.
La medida de aseguramiento
referida, resalta la dignidad, honradez y coraje de la administración de
justicia, por ser su esencia inalterable. En puridad de verdad el verdadero
sentido de la vida debe encontrarse en la aplicación correcta de la justicia
como en este caso.