A 25 años de la caída del muro
de Berlín:
El día de la ira y la ilusión
Tomado de la Fundación Atlas
Por Carlos Alberto Montaner
Miembro del Consejo
Internacional de Fundación Atlas para una Sociedad Libre
Hace 25 años ocurrió el
entierro simbólico del comunismo. Una esperanzada muchedumbre de alemanes
corrió hacia el Muro de Berlín y lo demolió a martillazos. Era como si
golpearan las cabezas de Marx, Lenin, Stalin, Honecker, Ceaucescu y el resto de
los teóricos y tiranos responsables de la peor y más larga dictadura de cuantas
ha padecido el género humano. Por aquellos años una obra rigurosa pasó balance
del experimento. Se tituló El libro negro del comunismo. Nuestra especie abonó
los paraísos del proletariado con unos cien millones de cadáveres.
Era predecible. En la URSS, en
1989, fracasaban todos los esfuerzos de Gorbachov por rescatar el modelo
marxista-leninista. En Hungría, un partido comunista, dirigido por Imre
Pozsgay, un reformista decidido a
liquidar el sistema, abría sus fronteras para que los alemanes de la RDA
pasaran a Austria y de ahí a la fulgurante Alemania Federal, la libre. En
Checoslovaquia, Vaclav Havel y un puñado de intelectuales valientes animaban el Foro Cívico como
respuesta a la barbarie monocorde de Gustáv Husák. En junio, cinco meses antes del derribo del
Muro, los polacos habían participado en unas elecciones maquiavélicamente
concebidas para arrinconar a Solidaridad, pero, liderados por Lech Walesa, la
oposición democrática ganó 99 de los 100 escaños del senado. El dictador
Jaruzelski les tendió una trampa y acabó cayendo en ella.
¿Qué había pasado? El sistema
comunista, finalmente, había sido derrotado. Los países que primero lo implementaron,
y que primero lo cancelaron, eran empobrecidas dictaduras, crueles e
ineficaces, que se retrasaban ostensiblemente con relación a Occidente en todos
los órdenes de la convivencia. Ese dato era inocultable. Bastaba comparar las
dos Alemania, o a Austria con Hungría y Checoslovaquia, los restantes segmentos
del Imperio austrohúngaro, para confirmar la inmensa superioridad del modelo
occidental basado en la libertad, el mercado, la existencia de propiedad
privada y el respeto por los Derechos Humanos. El día y la noche.
El comunismo era un horror del
que escapaba todo el que podía, mientras los que se quedaban ya no creían en la
teoría marxista-leninista, aunque aplaudieran automáticamente las consignas
impuestas por la jefatura. Por eso Boris Yeltsin pudo disolver el Partido
Comunista de la Unión Soviética en 1991, con sus veinte millones de miembros,
sin que se registrara una simple protesta. La realidad, no la CIA ni la OTAN,
había derrotado esa bárbara y contraproducente manera de organizar la sociedad.
Me lo dijo con cierta melancolía Alexander Yakovlev, el teórico de la
Perestroika, en su enorme despacho de Moscú, cuando le pregunté por qué se
había hundido el comunismo: “Porque no se adaptaba a la naturaleza humana”.
Exacto.
¿Y los chinos? Los chinos, más
pragmáticos, se habían dado cuenta antes. Les bastó observar el ejemplo
impetuoso y triunfador de Taiwán, Hong Kong y Singapur. Eran los mismos chinos
con diferente collar. Mao había muerto en 1976 y la estructura de poder
inmediatamente rehabilitó a Deng Xiaoping para que comenzara la evasión general
del manicomio colectivista instaurado por el Gran Timonel, un psicópata cruel
dispuesto a sacrificar millones de compatriotas para poner en práctica sus más
delirantes caprichos. Cuando el muro berlinés fue derribado, los chinos
llevaban una década cavando silenciosamente en busca de la puerta de escape
hacia una incompleta prosperidad sin libertades.
¿Por qué no cayeron o se
transformaron las dictaduras comunistas de Cuba y Corea del Norte? Porque estaban basadas en dinastías militares
centralizadas que no permitían la menor desviación de la voz y la voluntad del
caudillo. El Jefe controlaba totalmente el Partido, el parlamento, los jueces,
militares y policías, más el 95% del miserable tejido económico, mientras
mantenía firmemente las riendas de los medios de comunicación. El que se movía
no salía en la foto. O salía preso, muerto o condenado al silencio. El aparato
de poder era sólo la correa de transmisión de los deseos del amado líder. No
cabían las discrepancias y mucho menos las disidencias. Eran coros afinados
dedicados a ahogar los gritos de la población.
Esta terquead antihistórica ha
tenido un altísimo costo. Cubanos y norcoreanos han perdido inútilmente un
cuarto de siglo. Si las dos últimas tiranías comunistas hubieran iniciado a
tiempo sus transiciones hacia la democracia, ya Cuba estaría en el pelotón de
avanzada de América Latina, sin balseros, “damas de blanco” o presos políticos,
y Corea del Norte sería otro de los tigres asiáticos. Lamentablemente, la
familia de los Castro y la de los Kim optaron por mantenerse en el poder a
cualquier costo. Los muros continuaban impasibles desafiando la razón y el
signo de los tiempos.
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