El resucitado
Por Daniel Coronell
Las maniobras del uribismo
para dilatar indefinidamente la discusión –rumbo a la elección presidencial de
2018– ya quedaron claras en la reunión de delegatarios.
En el breve lapso de cinco
días Juan Manuel Santos pasó de la mayor derrota política de su vida a dejar
inscrito su nombre en letras de molde y para siempre en los libros de historia.
Sin embargo, este inesperado acto de justicia poética puede no alcanzar para
revivir el proceso de paz. No nos digamos mentiras, el lunes 3 de octubre de
2016 el acuerdo con las Farc amaneció muerto. No digo herido de muerte, ni
moribundo, sino inapelablemente muerto y el gobierno Santos convertido en un
cadáver insepulto. La proclamación del Premio Nobel de Paz le da un impulso
inesperado y necesario al gobierno, pero quizás no sea suficiente, por sí solo,
para salvar el proceso.
Después del sorpresivo
resultado del plebiscito del domingo tal vez solo había una persona en el mundo
con menos gobernabilidad que Juan Manuel Santos. Se trataba de Rodrigo Londoño
Echeverri, alias Timochenko, el máximo jefe de las Farc.
Timochenko, y con él los otros
miembros del secretariado de las Farc, han persistido por más de cinco años en
la consolidación de una salida negociada al conflicto. Así como de esta orilla
de la realidad hay fuertes y decididos detractores de esa idea, también los hay
en la orilla de la guerrilla. En uno y otro lado hay personas que no conciben
la vida sin la guerra o a quienes la guerra se les ha convertido en un fin en
sí mismo, cuando no en un próspero negocio.
En junio del año pasado pude
percibirlo en una conversación con dos miembros del secretariado de las Farc.
La reunión en La Habana, a la que me acompañó una colega de Univisión, duró más
de cuatro horas, fue cordial y franca.
En ese momento Colombia estaba
pasando por un periodo muy violento. El alto al fuego unilateral declarado por
las Farc en diciembre de 2014 había sido roto por la columna Miller Perdomo que
emboscó a una unidad del Ejército y mató a diez soldados en el Cauca.
Unos días después el gobierno
de Colombia lanzó una ofensiva aérea que terminó con la muerte de 27
guerrilleros en el Cauca y otros 15 en el Chocó. Entre los muertos estaba Jairo
Martínez uno de los negociadores de paz que había ido a La Habana. Siguieron
ataques y derrames de petróleo en el Putumayo.
Cuando le pregunté a los dos
jefes de las Farc si esa violencia le servía a alguien, hubo una larga
argumentación de ellos que muy al final terminó reconociendo -a regañadientes-
la inutilidad de esas acciones.
Fue entonces cuando me di
cuenta de que las Farc no estaban a salvo de discrepancias y discusiones
internas. En medio de la conversación, uno de los interlocutores narró que un
subalterno le había dicho: “Camarada, ustedes hacen gestos de paz y más gestos
de paz y nada pasa. Cuidado se les tuerce la jeta si siguen haciendo gestos”.
La expresión coloquial iba
encaminada a decir que también algunos guerrilleros de base y mandos medios de
las Farc, miraban con prevención las largas e inconclusas conversaciones. Para
los que estén en el monte, y no en La Habana, esas desconfianzas han
reverdecido hoy porque ellos también estaban convencidos de que este era un
trato cerrado.
Ningún movimiento insurgente,
que no haya sido vencido militarmente, firma un tratado de paz si lo que le
espera a sus miembros es la cárcel o la muerte. Los acuerdos de paz, en todo el
mundo, consagran un perdón –que en algunos casos se llama amnistía y en otros
pena alternativa– y la posibilidad de hacer política con protección para poder
expresarse dentro de la democracia y sin armas.
Las Farc se comprometieron con
un cese al fuego que han cumplido. Hay unos acuerdos que las partes han
admitido discutir, luego del resultado del plebiscito. Una cosa es discutir y
otra es destazarlos hasta cambiar su esencia y alcance.
Las maniobras del uribismo
para dilatar indefinidamente la discusión –rumbo a las elección presidencial de
2018– ya quedaron claras en la reunión de delegatorios.
La rara oportunidad de
resucitar el proceso de paz –que nos cayó de Oslo– no va a estar vigente de
manera indefinida.
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