Mario González Vargas
La reciente sentencia de la
Corte IDH tiene profundas consecuencias sobre el derecho disciplinario en
nuestro país y en todo el continente. Como la sentencia condena al estado
colombiano por la violación al artículo 23.2 de la Convención Americana de DDHH,
la atención del gobierno debe centrarse en el análisis de la providencia y
especialmente en sus alcances, como que dispone la competencia exclusiva de
Juez Penal para sancionar a servidores públicos de elección popular, y ordena
al estado modificar su ordenamiento jurídico, juzgado incompatible con la norma
convencional.
La Corte IDH, en atención a la
petición de Gustavo Petro, después de 51 años se percató de la supuesta
incompatibilidad de las normas constitucionales y legales colombianas con la
Convención Americana de DDHH, a pesar de las muchas peticiones, en igual
sentido, que por décadas no han merecido la atención de la CIDH. Inquieta la
extensiva y desmesurada comprensión que hace de sus competencias de
interpretación y aplicación de la Convención, que no se compadecen con los
estándares internacionales vigentes. Desdeña las interpretaciones sistémica y
teleológica de los tratados internacionales, que no se limitan al examen de su
texto, de 1969, sino que incluyen diversos tratados posteriores sobre la misma
materia para ajustarlos a los cambios sociales y a las nuevas realidades, con
el fin de lograr un entendimiento coherente de la actualización del derecho
internacional público. Por otra parte, la norma del artículo 23.2 de la
Convención es extraña a la inmensa mayoría de los ordenamientos jurídicos de
los Estados Miembros y contraria a las normas de las Convenciones contra la
Corrupción de la OEA y de la ONU. No debe ignorar la Corte que, por similares
decisiones, el Tribunal Europeo de Justicia se ha visto enfrentado a fundados
desacatos a sus fallos que minan su credibilidad y respetabilidad y deterioran
el sistema de justicia.
El Sistema Americano de DDHH
vive una crisis que se evidencia también en la indolencia de la CIDH, que
demora hasta un decenio la admisibilidad de las peticiones, sin consideración a
su carácter de urgencia, que solo interrumpe cuando comparte credos
ideológicos, y que, además, se transluce en el insólito reto que hoy plantea a
las indiscutibles competencias del Secretario General de la OEA. Tal como funge
hoy, la CIDH asume la condición de parte que solo debería ejercerse por la
víctima, sin intermediación, porque solo a ella le asiste la legitima
pretensión a la restitución de su derecho y a la reparación consiguiente.
Colombia debería promover el
protocolo de reformas a la Convención que fortalezca el Sistema de DDHH en
América. En el sistema europeo se suprimió la Comisión en 1998, lo que
favoreció la celeridad en la atención de los derechos vulnerados. Sería
oportunidad para hacer claridad sobre el alcance de la interpretación, que no
puede ni debe extenderse a “crear derecho o a “desarrollar la Convención, sino
solamente a interpretarla, como reza su mandato.
La elección de Margarita
Cabello constituye aporte sustancial a esta tarea.
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