Mario González Vargas
El video que muestra la acción
repudiable de dos agentes de la Policía Nacional en contra del ciudadano Javier
Ordóñez, desató la natural indignación ciudadana, no solamente por la crudeza
del sometimiento físico de la víctima, sino también por su posterior
fallecimiento en las instalaciones del CAI próximo al lugar de los hechos. El
entendible repudio que despertó la violencia de los dos agentes involucrados,
suscitó comprensible protesta social que se vio acompañada de la acción
vandálica de todas la organizaciones criminales y terroristas, siempre al
acecho de torcer acontecimientos que favorezcan sus propósitos delincuenciales
y sus objetivos políticos. Prevaleció injustamente la condena anticipada a toda
una institución fundamental para el orden público, el ejercicio de las derechos
y libertades públicas, indispensables a la seguridad y convivencia ciudadanas y
a la gobernanza de las autoridades. Sirvió de oportunidad inesperada para que
desde la izquierda se intente una vez más el desprestigio de los cuerpos de la
Fuerza Pública, tan necesarios al mantenimiento del orden, pero tan
vilipendiados por los adversarios del sistema económico y democrático que nos
rige.
Con esa orquestación maliciosa
por el desmantelamiento de la estructura actual de la Policía Nacional, bajo la
necesidad de una reforma estructural, no solo se desechan los logros alcanzados
desde 1993 en el proceso de reforma de la institución, sino que se persigue
convertirla en el dócil instrumento de autoridades políticas locales que
desvirtúa y desnaturaliza su misión constitucional. La reforma iniciada en 1993
ha venido adelantándose con las necesarias modificaciones que exigen los
tiempos, y se han evidenciado en un notable profesionalismo de nuestra policía
que hoy asesora muchas de las fuerzas del orden en el continente en la
transformación de sus visiones, misiones y operaciones.
Necio sería desconocer la
necesidad de realizar ajustes que aconsejan situaciones que han venido
aflorando y la que acaba de suceder, que ponen de relieve escenarios que han
entorpecido la continuidad del proceso de reforma y golpeado el prestigio de la
institución. En los últimos diez años, se ha reducido el presupuesto de la
Policía, lo que inevitablemente ha afectado el reclutamiento, salario,
prestaciones, formación, capacitación, equipamiento y operatividad de la
Policía y congelado ascensos desde patrulleros hasta intendentes. En los
últimos años se viene erosionando la unidad de criterio en los más altos
niveles de comando, que ha desarticulado la cadena de mando, sembrado confusión
y favorecido la inestabilidad en el control de situaciones de grave afectación
del orden social. La inteligencia, que ha sido el mayor activo de la reforma,
inexplicablemente falló en la previsión y contención de la barbarie vandálica Hay una crisis de liderazgo que el gobierno
debe atender con premura.
Debe restablecerse la figura
del Comisionado para la Policía, veedor ciudadano que ejerza la vigilancia del
régimen disciplinario y operacional y verifique el respeto de los DDHH y el
cumplimiento de las normas para el funcionamiento de la institución.
Restablecer ese vínculo es crucial para la confianza de la ciudadanía en su más
cercana institución.
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