Mario González Vargas
En las dos últimas décadas hemos asistido a la entronización del llamado pensamiento político correcto que se viene difundiendo en las sociedades democráticas, propagado por la izquierda radical que ha encontrado en ello una reconversión de su credo que le ha permitido ocultar los lastres que suponía el comunismo del siglo XX. Elaborado en las aulas de universidades estadunidenses, recibió entusiasta aceptación en los sectores de izquierda ansiosos de reducir al olvido sus culpas y las tragedias vividas en las autodenominadas republicas democráticas de Europa del este y sus símiles asiáticas y africanas. Al amparo de las naturales garantías que la democracia dispone para minorías, lograron falazmente atribuir a su condición la naturaleza de víctimas de relaciones de dominación e imputarlas al sistema democrático y capitalista. Así nació lo que hoy conocemos como progresismo. Convirtieron a los sectores sociales feministas, LGTBI e indigenistas en víctimas de supuestas dominaciones del varón, de los heterosexuales y de identidades raciales, sustituyendo así la bandera de la fallida lucha de clases.
En este contexto se inscriben hoy los derrumbamientos de estatuas, las palabras que se borran, la sintaxis que se manipula y la desconsideración del pensamiento del otro, en fin, todo lo que corresponda a esa nueva realidad de la dominación de lo minoritario. De la protección saltamos a la tiranía que solo engendra totalitarismo y sujeción. Se vuelve al estado totalitario, pero se proclaman nuevas razones.
La Minga dejó de ser una práctica para lograr beneficios comunes y hoy corresponde a esos nuevos escenarios de confrontación. Trocó su naturaleza colaborativa por un ímpetu político que se expresa en términos de dominación. Así lo explican sus líderes al reconocer sus fines políticos en desmedro de su naturaleza reivindicativa. Olvidados quedaron sus logros en materia de tierras, de autonomía para el manejo del territorio y de inversiones sin control ni auditorías, porque hoy se suman a la tarea de desestabilización del gobierno anunciada por Petro la misma noche de su derrota. Hacen parte de comunidades que integran cerca de 1.800.000 personas que habitan sus resguardos, y a los que se les reconoce la aplicación de sus leyes en virtud de los instrumentos internacionales suscritos por el Estado colombiano. Como ciudadanos gozan del derecho a constituirse en movimiento político y a ejercer la oposición en alianza con otros partidos y organizaciones, como lo pretenden el 21 de este mes en Bogotá, pero deben ser conscientes del respeto a las reglas de la democracia en el ejercicio de su posicionamiento político. No caben los ultimátum, ni las imposiciones al presidente y al gobierno, y por el contrario deben tramitar su acción política de conformidad con las leyes que la rigen.
El gobierno está dispuesto a escucharlos y al diálogo social, como es su deber y talante democrático, pero no a someter al presidente a la algarabía de multitudes. Negarse a tramitar sus diferencias por el dialogo solo develaría un interés de confrontación y dominio al que ningún gobierno democrático debe someterse.
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