La sorpresiva confesión del
partido FARC de haber asesinado a Álvaro Gómez Hurtado parece más un nuevo
capítulo entre los tantos que han dificultado desentrañar las causas del
magnicidio y la identidad de los criminales. Sin embargo, esta vez el propósito
aparenta no ser simplemente el de desviar las investigaciones, sino el de
esconder la verdad al precio que fuera necesario, que active la competencia de
la JEP para intentar borrar la verdad, entronizar el olvido e imponer las benignas
sanciones acordadas en la Habana. Todo lo conocido hasta hoy sugiere la elaboración
de una obra de ficción en momentos en los que la Fiscalía adelanta nuevas
hipótesis que la acercan a verdades posiblemente incomodas, pero no por ello
sorprendentes. Quizás sea ésta la explicación de la tardía solicitud de Piedad
Córdoba a Timochenko y sus pares de aportar su relato sobre el asesinato del
dirigente conservador, que éstos acogieron con inusitado pero veloz interés.
Son múltiples las inquietudes
que se han suscitado. La más elemental es la de ¿porqué Piedad Córdoba se
dispone ahora a revelar supuestas pruebas que conocía de antaño?; Es una
explicación indispensable para no ser procesada y despejar cualquier duda sobre
sospechas de ocultamiento de responsabilidades. Los líderes de la insurgencia no
son los más calificados testigos. Maestros del engaño, deben aclarar si en las
tratativas habaneras ocultaron su delito a su contraparte, para que no quepa la
suspicacia de que el tema fue abordado en las conversaciones y mantenido en
secreto hasta cuando fuera posible. Sorprende que, en asunto de tanta
significación, todos los sectores autodenominados amigos de la paz y hasta el
presidente de la Comisión de la Verdad hayan avalado la supuesta confesión, sin
que ésta se haya acompañado de prueba distinta a la declaración de quien
dirigió el macabro operativo. Tanta alharaca no sustituye el indispensable acervo
probatorio, más necesario aún en razón de la práctica de la insurgencia de cumplir
tareas por encargo. Del hecho confesado ni siquiera hay rastro en los
computadores de Raúl Reyes y del Mono Jojoy. Desconcierta el odio hacia el
líder inmolado por considerarlo enemigo de la paz, un hombre que perdonó a sus secuestradores,
también subversivos, y que, con ellos y otros sectores políticos, construyó la
Constitución del 91, tratado de paz fundado en el respeto de los DDHH que las
Farc-Ep nunca acataron. Su muerte constituye un delito de lesa humanidad que no
permite la amnistía ni el indulto y es imprescriptible.
La supuesta confesión del
senador Gallo obliga al descubrimiento de la verdad que restaure la confianza
de los colombianos en la Justicia y honre la memoria de Álvaro Gómez Hurtado. Es
el reto de la Fiscalía y de la JEP, que se juega su supervivencia.
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