Reparar a la Unión Patriótica
Por Antonio Sanguino |
Tenemos
suficientes razones para sentir vergüenza ante el mundo. Una de ellas es el
genocidio de la Unión Patriótica. Una sociedad que permita la eliminación a
sangre y fuego de un movimiento político tiene pocos motivos para
enorgullecerse. Paradójico que la UP concebida como un instrumento de paz
terminara en un baño de sangre. Fundada en 1985 en el marco del fallido proceso
de paz entre el Gobierno Betancourt y las FARC, buscaba ofrecer un mecanismo de
participación política legal para cuando esta organización guerrillera firmara
la paz.
Pocos casos similares se
pueden enumerar. Seguramente las sangrientas dictaduras militares de
Centroamérica y el Cono Sur. Pero en democracia es difícil encontrar una fuerza
política a la que hayan asesinado dos candidatos presidenciales, ocho
congresistas, trece diputados, setenta concejales, once alcaldes y tres mil
quinientos militantes y activistas. Un verdadero genocidio puesto en
conocimiento de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, cometido por una
alianza criminal de agentes del Estado, grupos paramilitares, bandas de
narcotraficantes, empresarios agrícolas y políticos tradicionales. Un
torbellino de razones se trenzó en esta matazón. Pero el investigador Mauricio
Romero en su trabajo “Autodefensas y Paramilitares” defiende la hipótesis de
que fue una ofensiva contra las reformas derivadas de la paz de los ochentas.
Nos dirán que, sin embargo,
tenemos la democracia más antigua del continente. Que elegimos sin interrupción
y por voto popular durante todo el Siglo XX y lo corrido del XXI -salvo la
breve y consentida dictadura de Rojas Pinilla- Presidente y Congreso de la
República, Concejos municipales y Asambleas Departamentales. Y más
recientemente Alcaldes y Gobernadores.
Nos recordarán que tenemos
partidos históricos que como el Liberal y el Conservador son de los más
antiguos de América. Y que la mujer colombiana adquirió ciudadanía política
desde 1957, mucho antes que muchas democracias consolidadas del mundo. Por todo
ello, la estabilidad institucional se esgrime como un valor de nuestro sistema
político.
Pero estos argumentos no alcanzan
para explicar la atávica violencia que caracteriza el régimen político
colombiano. Es un rasgo permanente acudir a la violencia para dirimir nuestros
conflictos públicos. Como también ha sido una costumbre usar la violencia para
perseguir al opositor político. Desde la “Patria Boba” hasta nuestros días,
para solo hablar del período republicano.
Por ello, erradicar el uso de
la violencia con fines políticos es quizás el principal desafío de la
democracia colombiana. Es una tarea inmensa. La paz con las guerrillas
contribuye a ello. Pero se requiere una verdadera revolución cultural en la
manera como asumimos y tramitamos los conflictos políticos. Y actos reparativos
que envíen el mensaje de la no repetición. Restituir la personería jurídica de
la UP y otorgar favorabilidades adicionales para esta fuerza política puede ser
uno de ellos. Y un acto verdadero de reconciliación que cumple además los
artículos 151 y 152 de la Ley de Víctimas sobre reparación colectiva de
Organizaciones Políticas. Los victimarios sabrán con ello que fracasaron en su
intento de asesinar a la UP. Y el mundo, que estamos dispuestos a encarar
nuestras vergüenzas.
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